Ignacio Marco-Gardoqui-El Correo
- Un año después de que Draghi propusiera su plan para recuperar capacidad de competir, solo se ha invertido un 5% de lo necesario
Competir es algo desagradable, no gusta… salvo a los que ganan, claro. A los demás les da miedo, les repele y encuentran siempre argumentos para evitarlo. Suena a enfrentamiento, a pelea y a egoísmo. A los países tampoco les gusta, pero están obligados a ser competitivos… si quieren sobrevivir. Es una exigencia dura y permanente, que nos acompaña desde la mañana a la noche. Cada vez que elegimos, ponemos a competir a los distintos oferentes que pugnan por nuestra elección, de un producto o de un servicio.
A todos nos encantaría vivir en un mundo ideal en el que la bondad, la generosidad y la solidaridad fuesen las claves del comportamiento humano. En el que no hubiese enfrentamientos, disputas ni peleas. En el que las diferencias se solucionasen de manera amistosa, sin enfrentamientos, ni guerras. En el que Israel se entendiese con Hamas y Zelensky se diera un abrazo con Putin. Pero es mejor despertarse y ser conscientes de la realidad, que en el estadio actual de la evolución humana es más cruel.
Europa está mal. Su industria está mal, su siderurgia está mal, su química está mal, sus cuentas públicas están destrozadas, sus gobiernos perdidos, su ciudadanía enfadada y enfrentada y sus políticos desorientados. ¿Y sabe lo peor? Está mal, pero va a estar aún peor. Su enfermedad está diagnosticada e, incluso, tiene una terapia bien conocida que todo el mundo considera adecuada. Porque la enfermedad tiene nombre. Se trata de una grave carencia de capacidad de competir. Doctores como Draghi y Letta han prescrito un tratamiento eficaz para curarla. Aunque eso de curarla suene a excesivamente pretencioso y acaso demasiado optimista, pues es muy posible que haya avanzado tanto que carezca de cura y seamos ya incapaces de atajarla.
Hace un año, Mario Draghi propuso un plan ambicioso que contemplaba la inyección de muchos cientos de millones de euros con carácter anual, que estarían destinados a promover inversiones para ayudar a recuperar la competitividad perdida. Era ambicioso, muy ambicioso y, quizás, irrealizable. Tenía serios problemas de financiación, una vez que los países miembros de la Unión Europea están siempre dispuestos a compartir gastos, pero no a emitir deuda mancomunada. Máxime cuando ahora es necesario asumir gastos de defensa inesperados para enfrentarse al desafío que supone la amenaza rusa.
Luego la cosa se complicó aún más. La llegada de Donald Trump a la presidencia americana y sus obsesiones de poder trajeron nubosidad en forma de desafíos arancelarios que ponen más en cuestión la posición competitiva europea y sacan a a la superficie sus carencias. Demasiados problemas juntos.
Ha pasado un año y Draghi ha realizado una puesta al día de sus estimaciones. La cosa no va a mejor. Va a peor. Se ha invertido poco más que el 5% de lo necesario, de manera que si antes necesitábamos 800.000 millones de euros al año, ahora nos dice que serán necesarios 1,2 billones de euros. Si antes teníamos dificultades para encontrarlos, ahora que ningún país quiere reducir gastos, ni le cuento.
Da la impresión de que la Unión Europea ha preferido ocuparse de los problemas urgentes antes de atajar los problemas importantes. Draghi asegura que «la inacción compromete nuestra competitividad y amenaza ya nuestra soberanía;el modelo de crecimiento europeo se desvanece y las vulnerabilidades aumentan». Pero no solo es un problema de costes excesivos, en un mercado demasiado fragmentado. Es un problema de índole social más que económico. Es un problema de deseos y necesidades. De ansia de control y de seguridad y de aversión a la iniciativa personal y a la inversión productiva. Conoce a alguien que esté dispuesto crear hoy una empresa en Francia, o en Bélgica con su cúmulo de leyes, regulaciones, permisos y controles, con su desajuste entre derechos y deberes.