- Con el reconocimiento los dirigentes de Hamás podrán justificar el atentado terrorista que está en el origen de la actual guerra, así como el sacrificio de vidas resultado de haber convertido en escudo humano a la población gazatí
Ante la inminente apertura de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas se precipitan las declaraciones de reconocimiento de Palestina como un estado más. Ya no son sólo países del Tercer Mundo o aquellos regidos por gobiernos «progresistas», sino potencias occidentales de referencia, en ocasiones con íntimas relaciones, en los planos de la defensa y la inteligencia, con Estados Unidos. Desde Jerusalén se denuncia este conjunto de acciones diplomáticas, advirtiendo que suponen un regalo para Hamás. Y es verdad. Las naciones que, con buen criterio, se negaron al reconocimiento cuando quien lo demandaba era la Autoridad Palestina, es decir, el nacionalismo árabe en su dimensión local, ahora lo hacen ante el chantaje terrorista de una organización islamista que supone una amenaza para Israel, para el Mundo Árabe y para Occidente. Con el reconocimiento los dirigentes de Hamás podrán justificar el atentado terrorista que está en el origen de la actual guerra, así como el sacrificio de vidas resultado de haber convertido en escudo humano a la población gazatí. Valió la pena pues, por fin, Israel queda aislada internacionalmente y son los islamistas los auténticos representantes de la causa nacional palestina.
Si lo anterior es evidente, y lo es para cualquier profesional de la política internacional, ¿por qué países serios como el Reino Unido o Australia han dado el paso? Desde luego, no ha sido una ocurrencia fruto de un momento de exaltación, puesto que en lo fundamental la decisión era conocida desde mayo. Para valorarla hay que considerar diferentes circunstancias que han llevado a la situación en que nos encontramos, en la que sólo ganan los más radicales.
En democracia lo que la gente piensa o siente cuenta. Durante estos años Hamás se ha ocupado de que cada día recibiéramos nuestra dosis de imágenes y noticias sobre lo que allí estaba pasando. Que una guerra es un desastre humanitario es algo obvio. Que lo es mucho más cuando se desarrolla en un entorno urbano es algo que sabemos desde hace siglos. Hamás provocó la guerra después de haberse preparado para ello durante muchos años, gracias a los impuestos de muchos de nosotros, asegurándose de que podrían resistir durante años mientras la población sufría. Unas penalidades que deberían llegar a cada cuarto de estar para provocar una reacción de empatía con los gazatíes y de rechazo a Israel, la potencia agredida, trasmutada en agresor. Con la colaboración de medios de comunicación escasamente profesionales el discurso islamista ha ido penetrando, presentando a Israel como un nuevo Herodes, que ejecutaba niños sin consideración, o como un Estado genocida que dispara sin razón alguna a una población suplicante de alimentos. Informaciones exageradas o descontextualizadas que ocultaban asaltos a los puestos de distribución de alimentos.
La nueva izquierda «progresista» se ha sumado entusiasta a la más moderna expresión del antisemitismo: la negación del derecho a existir de Israel, al negar la legitimidad de su fundación como estado. Los «progresistas», es decir la izquierda post-socialista, ha hecho suyo el argumento árabe de que el nacimiento de Israel fue la última expresión del colonialismo occidental en Oriente Medio. Para ellos Israel representa el Occidente que odian y rechazan tanto en el Viejo Continente como en aquellas tierras. De la misma manera en que tratan de desestructurar nuestra cultura e identidad milenaria buscan el fin de Israel en extraña pero fundamental alianza con el islamismo.
La suma de la presión de la izquierda y de una opinión pública que ni entiende ni soporta el uso de la fuerza sobre civiles, mal informada y crecientemente manipulada, obliga a gobiernos de muy distinto signo a mostrar sensibilidad ante el evidente desastre humanitario.
A estas circunstancias domésticas se suman otras de carácter internacional aún más importantes para entender este aluvión de reconocimientos. Desde el inicio de las hostilidades hasta el alto el fuego la mayor parte de los gobiernos occidentales mantuvo una posición de comprensión con Israel, soportando las críticas internas. Sin embargo, a partir de marzo, cuando el alto el fuego se rompió y comenzó una segunda operación militar, las alarmas saltaron. Tanto los jefes de inteligencia como del Ejército habían comunicado que los objetivos ya se habían alcanzado. Aun así, el gobierno decidió seguir adelante sin explicar con suficiente claridad cuáles eran los nuevos objetivos. Se iba a una ocupación total del territorio que llevaría a un largo período de control militar y sin precisar qué tipo de gobierno se establecería. El presidente Trump bromeó impúdicamente, en un ejemplo de falta de sensibilidad impropia de un dirigente democrático, con la conversión de la Franja en un conjunto de resorts vacacionales gestionado por empresas norteamericanas e israelíes. El primer ministro Netanyahu dejó nítidamente claro que no habría dos estados y alguno de sus ministros defiende públicamente la plena anexión de la Franja y Cisjordania, constituyendo un Israel «del río hasta el mar».
Este nuevo escenario impedía a buena parte del bloque occidental seguir manteniendo la posición de discreción sostenida hasta entonces. La doctrina de los dos estados está asentada en Naciones Unidas desde 1947 y asumida, tras los Acuerdos de Oslo, por buena parte del Mundo Árabe. Este consenso diplomático contrasta con la realidad. No hay un estado palestino porque los palestinos lo han rechazado desde 1947, mientras supusiera el reconocimiento de Israel. Para ellos Palestina sólo será «del río al mar». Más aún, la sucesión de guerras y ocasiones perdidas, la más importante en Camp David el año 2000, ha ido diluyendo en el tiempo la confianza en la otra parte y en un final negociado. El proceso de Oslo murió hace años, aunque en el plano diplomático no nos demos por enterados porque no tenemos una alternativa.
La historia reciente de la región ha estado protagonizada por la iniciativa árabe de establecer íntimas relaciones con Israel, conscientes tanto de la responsabilidad de los palestinos en su destino como de la seria amenaza que suponía para su estabilidad el «Eje de Resistencia» organizado por Irán, con la colaboración de islamistas suníes como Hamás en Palestina o los chiíes de Hizbaláh en El Líbano. Los «Acuerdos Abraham» son el resultado de esa iniciativa, cuya importancia no podemos minusvalorar. Sin embargo, esos estados se encuentran hoy con que la amenaza ha disminuido sensiblemente gracias a Israel, pero comienzan a temer que el gobierno de Jerusalén, con el apoyo de Washington, esté desarrollando una política regional que va mucho más allá de lo deseable. El ataque a dirigentes de Hamás en Qatar ha provocado una indisimulada irritación, plasmada en un documento conjunto de la Liga Árabe y la Organización de Cooperación Islámica extraordinariamente crítico.
Los gobiernos occidentales consideran que no pueden quedarse de brazos cruzados ante esta situación, por presión doméstica, por su compromiso con una solución pacífica que concluya con la existencia de dos estados y por la sensibilidad árabe ante la evolución de los acontecimientos. Son conscientes de que no se dan las circunstancias para avanzar, pero también de que no pueden renunciar a la única doctrina legítima y justa, más aún cuando el bloque árabe comienza a distanciarse de Israel. No quieren hacer el juego a Hamás, representando el papel de tonto útil reservado para el decadente y débil Viejo Continente, pero tampoco aparecer como comparsas de un gobierno israelí ultra-nacionalista que amenaza con practicar una política de limpieza étnica y con incorporar territorios que no le corresponden. Los islamistas han hecho un formidable sacrificio para llevarnos a un callejón sin salida, del que nuestros dirigentes no saben cómo salir.