Editorial-El Correo

  • El Gobierno se equivoca al cuestionar al juez del ‘caso Begoña Gómez’, pero intentar someterla al escarnio público resta credibilidad al instructor

La cadena de acontecimientos judiciales de las dos últimas semanas, de un efecto endiablado para la polarización política, ha dejado sentados en el banquillo de los acusados a Álvaro García Ortiz, fiscal general del Estado; Alberto González Amador, pareja de Isabel Díaz Ayuso; David Sánchez, hermano del presidente del Gobierno; y ahora está a punto de colocar en el mismo foco a Begoña Gómez, mujer de Pedro Sánchez. No por esperadas o previsibles, las decisiones de los jueces conocidas en esta medida sucesión cronológica deben perder carga de profundidad. En primer lugar, por la gravedad de los presuntos delitos de los procesados: por revelación de secretos al máximo responsable de la Fiscalía, fraude fiscal al empresario, y presunto enchufe en el ‘caso Azagra’, bajo la sombra de la influencia del líder del PSOE.

Pero también parece lógico el asombro causado en el Gobierno y la opinión pública por la insólita decisión del juez Juan Carlos Peinado de adelantar acontecimientos en el caso de Begoña Gómez, imputada por malversación de caudales públicos en la investigación abierta por presuntamente haber utilizado el vínculo con La Moncloa para gestionar una cátedra universitaria, ya extinguida. En una resolución difundida ayer, horas antes de la comparecencia prevista por Pedro Sánchez en Nueva York con motivo de la participación de España en la cumbre de la ONU, Peinado vulnera la prudencia debida en la instrucción al avisar a la investigada de sus intenciones de sentarla en el banquillo, pero sin detallar los indicios que podrían avalar una decisión de ese calado.

Llegado el caso, el instructor defiende que la mujer de Sánchez sea enjuiciada por un jurado popular y no por un tribunal profesional. La decisión de convocarla el sábado a su despacho para comunicarle que, si hay juicio, se enfrentará al veredicto de los ciudadanos se antoja arbitraria y, además, consuma una cierta obstinación por someterla al castigo añadido de la llamada ‘pena del paseíllo’. Se equivocan los ministros, con el presidente a su cabeza, que cuestionan la imparcialidad de los jueces por incomprensibles que sean algunas de sus decisiones, que pueden corregirse por la vía del recurso. Pero el propio Peinado pierde credibilidad en su dilatada instrucción al asumir un protagonismo desmedido en responder a las críticas y, sobre todo, en dictar resoluciones que exponen a la investigada al escarnio público, conculcando su derecho a la presunción de inocencia.