Pedro Oliver Olmo-El Correo
Profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Castilla-La Mancha
- En el tardofranquismo la pena de muerte cumplía una función simbólica, más que un castigo judicial era un mensaje político para amedrentar a la sociedad
Las historias personales de los reos de muerte perturban. Sus últimas cartas en capilla emocionan. Una de ellas nos conmueve especialmente. La escribió el último ajusticiado, José Umberto Baena, y empezaba así: «Papá, mamá: me ejecutan mañana de mañana. Quiero daros ánimos. Pensad que yo muero pero que la vida sigue».
Aquel 27 de septiembre de 1975 fueron fusilados, junto a Baena, otros dos militantes del FRAP (Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo) y dos de ETA (Jon Paredes Manot ‘Txiki’ y Ángel Otaegi). Esas ejecuciones, dictadas en consejos de guerra sumarísimos, marcaron el último episodio represivo de un régimen que moría. Franco murió matando. Tras el asesinato de Carrero Blanco y la creciente conflictividad social, el Gobierno de Arias Navarro aprobó en agosto de 1975 un decreto-ley antiterrorista que helaba la sangre, añadía arbitrariedad, militarizaba la acción de la justicia, endurecía las penas, aceleraba los procedimientos, permitía la retroactividad y reducía al mínimo las garantías.
En pocas semanas se dictaron once condenas a muerte. Finalmente, solo cinco de ellas fueron ratificadas. El propio Franco impuso su voluntad en el Consejo de Ministros del 26 de septiembre. Todos sus miembros firmaron el ‘enterado’, algo que solo había ocurrido en 1963, con la sentencia de muerte del comunista Julián Grimau, asimismo frente a una fortísima presión internacional y con el fin de atajar rumores que hablaban de discrepancias dentro del Gabinete.
En Euskadi y Navarra la protesta se agrandó de tal manera que llegó a convertirse en huelga general. En Europa, miles de personas salieron a la calle, varios gobiernos retiraron embajadores y el papa Pablo VI pidió clemencia. Intelectuales, artistas y partidos democráticos se movilizaron. El dictador, sin embargo, decidió mantenerse firme. Ningún ultra que quisiera ser más franquista que el propio Franco podría quejarse de que el dictador cedía frente a ETA como había hecho cinco años antes, en diciembre de 1970, con los condenados del célebre ‘proceso de Burgos’. Franco, en realidad, había recuperado su pertinaz inclemencia punitivista en 1974, tras añadir la apostilla del agarrotamiento a la sentencia de muerte del militante del MIL Salvador Puig Antich. Inexorablemente, en la mañana del 27 de septiembre de 1975 se ejecutaron las que a la postre iban a ser últimas penas de muerte de la historia de España, en Hoyo de Manzanares, Burgos y Barcelona. El último de los fusilados, en efecto, al filo de las diez, fue Baena.
Así quedaba encarnada la función simbólica que cumplía la pena de muerte en el tardofranquismo. Fueron muy pocas las sentencias de muerte realmente ejecutadas en las décadas de 1960 y 1970, pero, si exceptuamos algunas pocas dictadas por la justicia militar aunque estuvieran adscritas al ámbito de la delincuencia común, la mayoría de los ajusticiamientos se realizaron por motivos políticos. Ya no necesitaba la dictadura la gran demostración de fuerza represora que desplegó en la posguerra, a través de miles de fusilamientos y algunos agarrotamientos. A la altura de 1974 y 1975, la pena de muerte, ampliamente repudiada por la sociedad española, más que un castigo judicial era un mensaje político. El régimen quería reafirmar la autoridad absoluta del caudillo y proyectar miedo a toda la sociedad. No se trataba solo de golpear a ETA o al FRAP, sino de amedrentar a la oposición política y desalentar a una sociedad que anhelaba cambio.
Los cinco hombres ejecutados en septiembre de 1975 merecen la revisión de unos procesos sumarísimos palmariamente forzados y prevaricadores. Pero cincuenta años después, sobre nuestra posteridad, se nos ha proyectado con fuerza retrasada la sombra de la figura de José Humberto Baena, el último de ellos. El pasado agosto el Gobierno de España declaró ilegítima y nula su condena. Baena había sido acusado del asesinato de un policía en Madrid, pero nunca se presentaron pruebas sólidas. Pese a las torturas siempre negó su participación en los hechos, incluso cuando su padre, abatido, se lo preguntó cara a cara, poco antes de que se despidieran para siempre.
El padre primero, después la madre, y luego Flor Baena, su incansable hermana, han luchado durante cinco décadas, soportando desprecios, para defender la inocencia de José Humberto. A pesar de los muros de silencio que todavía se levantan en torno al caso y a sus víctimas y protagonistas, recientes investigaciones, como la del periodista Roger Mateos, y documentales, como ‘Septiembre del 75’, han mostrado las irregularidades del proceso. Baena no estaba en Madrid aquel día, no cometió el delito de terrorismo que lo llevó frente al pelotón de fusilamiento. El último ajusticiado en España era inocente.