Agustín Valladolid-Vozpópuli
- Peinado pasará, y es la doctrina del Supremo sobre el aprovechamiento de los vínculos familiares con altos cargos lo que debe preocupar a la mujer de Sánchez
Hace treinta años, el jurado popular era una conquista democrática, un instrumento de indiscutible raigambre liberal y la forma en que “se articula el derecho-deber del ciudadano a participar de manera directa en un poder real del Estado”. La exposición de motivos de la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo, recordaba que “cada período de libertad ha significado la consagración del jurado; así en la Constitución de Cádiz de 1812, y en las de 1837, 1869 y 1931, y por el contrario cada época de retroceso de las libertades públicas ha eliminado o restringido considerablemente ese instrumento de participación ciudadana”.
Hace treinta años, un gobierno socialista abría las puertas de los tribunales a personas anónimas poniendo fin en el ámbito de la Justicia al “largo paréntesis de limitadas vivencias y expectativas de participación del ciudadano en los asuntos públicos”. Ya hace treinta años. Hoy, dirigentes del mismo partido (sic) califican de “surrealista” o “insólita” la posibilidad de que sea un jurado el que decida la culpabilidad o inocencia de personas implicadas en asuntos cuya tasación penal encaja como un guante en los contemplados en la Ley del Tribunal del Jurado.
¿Por qué este cambio de criterio, después de centenares de juicios y de un funcionamiento “satisfactorio”, según Álvaro Cuesta -exdiputado del PSOE, ponente de la ley y vocal que después fue del Consejo General del Poder Judicial-? Correcto: porque de aprobarse la petición del juez instructor, la juzgada por nueve ciudadanos de a pie será mujer del presidente del Gobierno. Pero el cuestionamiento de la fórmula propuesta por el juez Peinado no solo obedece a esa “casual” circunstancia. Hay otra, si bien complementaria, de mayor peso jurídico que la personalidad de la acusada: la que impregna la sentencia de 8 de junio de 2018 del Tribunal Supremo sobre el “caso Nóos”.
5 años y 10 meses
En aquella revisión de la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Palma de Mallorca, la Sala Segunda del Supremo fijó criterio jurídico sobre el peso que el aprovechamiento de vínculos familiares con altos cargos del Estado ha de tener a la hora de evaluar las responsabilidades penales de quienes utilizan en beneficio propio esa posición de privilegio. La Sala, presidida por Manuel Marchena, impuso una condena de 5 años y 10 meses de prisión a Iñaki Urdangarin por haberse valido de esos vínculos para malversar y prevaricar, considerándole también culpable de fraude, tráfico de influencias y dos delitos fiscales.
Hay notables diferencias entre el caso Urdangarin y el que afecta a Begoña Gómez, pero también existen significativas coincidencias (malversación, tráfico de influencias, intermediación en contratos públicos…), empezando por la contextual, la situación que posibilita, desde una posición de poder y de sensación de (falsa) impunidad, la comisión de actividades que acaban siendo delictivas.
Es comprensible que sea esta concomitancia la que más preocupe a la defensa de Gómez, por cuanto a pesar de que su eventual condena sería muy inferior a la sufrida por Urdangarin (según expertos consultados y al menos en lo que respecta a esta causa), lo que parece más que probable es que un jurado de hombres y mujeres del común conceptúe el aprovechamiento en beneficio propio de esa posición de privilegio con mayor severidad que un juez profesional. Lo que asusta es el factor de impredecibilidad que introduce la intervención del jurado, factor que no existía en el caso Urdangarin, que fue juzgado por tribunales profesionales.
Iñaki Urdangarin no podría haber hecho lo que hizo de no haber sido marido de la Infanta Cristina y yerno de Juan Carlos I. Begoña Gómez tampoco hubiera podido actuar como actuó si su cónyuge no fuera quien es. El caso Urdangarin hizo un daño tremendo a la Corona. El de Gómez -junto al de David Sánchez Pérez-Castejón– puede colocar al jefe del Ejecutivo en una posición insostenible. De ahí la reacción en cadena de ministros, ilustres militantes y tiralevitas.
Están en juego cargos, prebendas y subvenciones. Pero la peor noticia para el tándem Sánchez-Gómez es que al certificar la gravedad de la utilización torticera de los vínculos familiares desde una posición de poder, la sentencia del caso Nóos, dictada en casación por magistrados de la máxima cualificación técnica (que además reprobaron expresamente la estrategia extraprocesal desarrollada por Manos Limpias, organización que como en el caso de Begoña Gómez también estaba detrás de la denuncia inicial), consolida las razones estrictamente jurídicas y refuta la doctrina de parte que presenta la instrucción contra Gómez como una maniobra sin base legal, como un caso cristalino de persecución política.
La máquina denigratoria
No hay tal persecución, pero en algo sí tienen razón los que así opinan: no siendo el verdadero objetivo Begoña sino Sánchez, en el caso de que aquella sea considerada culpable será Sánchez el condenado, políticamente hablanco. Si la sentencia es condenatoria y técnicamente irreprochable (recordemos que es el magistrado-presidente el que da forma jurídica a la decisión del jurado y fija la pena que ha de cumplirse), no habrá argumentación “política” que salve al presidente de asumir sus responsabilidades. Urdangarin malversó porque alguien por encima de él miró para otro lado.
Begoña solo pudo actuar como actuó porque tenía a quien tenía a su lado. Feo asunto que acabará también en el Supremo. Pero eso queda muy lejos. Lo urgente es desacreditar la decisión de Peinado. De ahí que el inmediato objetivo sea echar por tierra la fórmula del jurado. Y a ese propósito obedecen argumentos tan deleznables como el que sugiere una imposible neutralidad del mismo al residir sus miembros en una comunidad que vota mayoritariamente opciones de derecha (gracias, entre otras cosas, al perpetuo desastre de la izquierda madrileña).
El jueves conocimos la composición del tribunal que va a juzgar al fiscal general. Magistrados experimentados que en su mayoría han dado sobradas muestras de independencia; y que de no ver clara la prueba, no dudarán en absolver a Álvaro García Ortiz. Pero da igual. Ya está en marcha la máquina denigratoria. Si es un jurado el que juzga, mal. Si es la Sala Segunda del Tribunal Supremo, peor. No se trata de quién o quiénes juzguen; se trata de quién es el juzgado. Se trata de que no sea la Justicia sino el Gobierno el que tenga la última palabra sobre la inocencia o culpabilidad de los investigados.