El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 1977 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 1979 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno no fue candidato a la Moncloa y el líder de la oposición ganó las elecciones de 1982 y le sustituyó.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 1986 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 1989 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 1993 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno PERDIÓ las elecciones de 1996 y el líder de la oposición le sustituyó en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 2000 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno no se presentó a las elecciones de 2004 y el líder de la oposición le sustituyó en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 2008 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno no se presentó a las elecciones de 2011 y el líder de la oposición le sustituyó en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de 2016 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de abril de 2019 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno ganó las elecciones de noviembre de 2019 y siguió en la Moncloa.
El Presidente del Gobierno PERDIÓ las elecciones de 2023 pero se mantuvo en la Moncloa comprando la investidura con la amnistía.
***
Esto significa que en 48 años de democracia sólo ha habido cuatro alternancias en el poder y tres de ellas han venido precedidas por la decisión de Calvo Sotelo, Aznar y Zapatero de no ser candidatos a la Moncloa.
Esto significa, sobre todo, que de las trece veces que el Presidente del Gobierno se ha presentado a las elecciones ha ganado en once y ha conseguido permanecer en la Moncloa en doce.
Y a esa única hazaña de José María Aznar, cuando el 3 de marzo de 1996 le sacó 291.000 votos y 15 escaños a Felipe González, la llamamos la “amarga victoria”.
De las trece veces que los inquilinos de la Moncloa han intentado perpetuarse en el poder a través de las urnas, lo han conseguido en doce.
De hecho, sólo se consumó cuando el Presidente saliente renunció a intentar sumar sus 141 escaños con los 21 de Izquierda Unida y los 16 de Convergencia -hasta entonces alineada con el PSOE- o con algunos de los otros 16 de las demás minorías.
Es decir, que si González hubiera actuado en 1996 como Sánchez lo ha hecho en 2023, comprando voluntades desde la Moncloa, lo más probable es que al cabo de dieciséis elecciones generales, ningún Presidente que hubiera intentado continuar habría dejado jamás el poder en las urnas.
Parece increíble, pero es verdad. Si alguien tiene dudas que detenga la lectura y compruebe los resultados.
***
Bien, concluida la pausa, ahora recordemos que el 23 de julio de 2023 la diferencia por la que Feijóo le ganó a Sánchez fue de 339.000 votos y 17 escaños. O sea 38.000 votos y dos escaños más que en aquella “amarga victoria”.
Pero Sánchez no reaccionó como González, ni buscó pacto o acuerdo alguno con el vencedor. Prefirió convertir su derrota en polarización.
Conste pues en acta que este cuestionado Feijóo a quien unos tratan de arrastrar en una dirección y otros en la opuesta, presentándole por atolondramiento o conveniencia como poco apto para la tarea que tiene encomendada, es el líder de la oposición que ha ganado con mayor ventaja a un Presidente del Gobierno.
Pero el propósito de este artículo no es reivindicarle. Su trayectoria ya lo hace.
Donde quiero poner el foco es en el hecho de que de las trece veces que los inquilinos de la Moncloa han intentado perpetuarse en el poder a través de las urnas, lo han conseguido en doce.
España es una democracia parlamentaria que funciona de facto como un régimen presidencialista.
Y es evidente que si tenían virtudes excelsas no eran las mismas pues el elenco de ganadores en esas doce ocasiones incluye a Suárez, González, Aznar, Zapatero, Rajoy y Sánchez.
Como tampoco cabrá atribuir las correlativas doce derrotas a las carencias de los líderes de la oposición, toda vez que los cinco últimos vencedores ocuparon esa misma posición, además de Fraga, Rubalcaba, Casado y Feijóo.
No, los hechos han demostrado que, en unas elecciones generales, al menos en España con nuestras reglas del juego, el destino no estriba en el carácter sino en el cargo de partida.
Es decir que ese 12-1, sin otro parangón que la goleada que infligimos a Malta en 1983, sólo se explica por las apabullantes ventajas que quien se presenta desde la Moncloa tiene sobre quien lo hace desde Génova o Ferraz.
***
Una y otra vez el corrector ortográfico viene advirtiéndome, desde el inicio de esta carta, que según las reglas de la RAE y la recomendación de Fundeu, debería referirme al “Presidente del Gobierno” con minúscula. Es la norma general para los cargos que son “sustantivos comunes”.
El problema es que las tres veces que los artículos 98 y 99 de la Constitución mencionan al “Presidente” lo hacen con mayúscula.
Sirva como anécdota que cuando en 2018, con motivo del 40 aniversario de la Constitución, Cruz Sánchez de Lara ensambló la única reproducción autógrafa de carácter coral que existe de nuestra carta magna, un Sánchez recién llegado a la Moncloa se prestó a copiar de su puño y letra el artículo 98.
¿Qué hizo para solventar esta aparente ambigüedad que bifurca legalidad y ortografía? Elemental, mi querido Watson: reprodujo en mayúsculas el artículo completo.
Así cuelga ahora en mi despacho, justo a la altura de la nuca, de forma que al girarme en el sillón es lo primero que veo todos los días con su nombre y apellido “PEDRO SÁNCHEZ PÉREZ-CASTEJÓN”, también en versales con sus correspondientes tildes.
Hasta ahora ningún jefe de Gobierno había hecho explícita su disposición a gobernar “sin” el parlamento.
Pero aquí está el busilis de todo. Porque España es una democracia parlamentaria que funciona de facto como un régimen presidencialista.
Y no como un presidencialismo cualquiera, sino como algo cada vez más parecido a lo que en Estados Unidos quedó acuñado desde hace ya décadas como The Imperial Presidency.
Esta creciente personalización del ejercicio del poder ejecutivo tiene mucho que ver con la era de la televisión primero y con la sociedad de la información, dominada por las redes sociales, después.
Y el peligro de que siga degenerando en regímenes populistas de carácter egocéntrico, bajo muy diversas coartadas ideológicas, está perfectamente descrito en el ensayo de Anne Applebaum “Autocracy Inc”.
Tampoco en España hemos llegado a donde estamos de la noche a la mañana. Todos hablábamos de Suárez como “Adolfo” –“el hombre que se parecía a Orestes”, según Umbral- y luego vinieron el “felipismo”, el “aznarismo” y el “marianismo” con la ceja intercalada de “ZP”.
Pero hasta ahora ningún jefe de Gobierno había hecho explícita su disposición a gobernar “sin” el parlamento, había dejado de presentar presupuestos tres años consecutivos o se había apropiado de instituciones como el CIS o RTVE con el obsceno descaro con que lo ha hecho Sánchez.
***
No hay mejor baremo de cómo ha evolucionado esa “patrimonialización” del ejecutivo que la evolución del número de altos cargos y asesores que componen la maquinaria política de la Moncloa. Suárez tenía 8, González llegó a 445 al cabo de 13 años de uso y abuso delictivo del poder. Con Aznar, Zapatero y Rajoy fue ascendiendo hasta los 600. Y con Sánchez se ha disparado hasta casi 1.500.
Se dice pronto. Mil quinientas personas pagadas por el Estado, seleccionadas por su lealtad al jefe y organizadas al servicio de la causa de su permanencia en el poder.
Si a esa guardia pretoriana que une su suerte a la de Sánchez unimos la estructura de los ministerios, la desigualdad de armas es abrumadora por mucho que Feijóo pueda contar con gran parte del poder autonómico.
¿Acaso no hubieran podido Eisenhower, héroe victorioso de la Segunda Guerra Mundial, Reagan, Clinton u Obama tratar de seguir en la Casa Blanca con grandes posibilidades de éxito?
Porque en definitiva el Presidente del Gobierno es quien controla el Boletín Oficial del Estado y quien tiene la posibilidad de influir directamente en la retribución de los pensionistas, funcionarios, beneficiarios del subsidio de paro, del Ingreso Mínimo Vital o del Salario Mínimo Interprofesional. También en la regularización de inmigrantes o en la concesión de la nacionalidad española.
La panoplia de instrumentos para desarrollar una acción política en la que el clientelismo electoral domine sobre los intereses generales es tan amplia, prolífica y evidente que todos los regímenes presidencialistas de iure han convertido la limitación de mandatos en la principal garantía de la democracia.
De hecho, cuando Roosevelt rompió la tradición mantenida desde Washington de que ningún presidente optara a más de dos mandatos, Estados Unidos introdujo la XXII Enmienda de la Constitución que legalmente lo impide.
¿Acaso no hubieran podido Eisenhower, héroe victorioso de la Segunda Guerra Mundial, Reagan, Clinton u Obama tratar de seguir en la Casa Blanca con grandes posibilidades de éxito?
Qué paradoja: Sánchez se presenta como defensor de los valores democráticos y los derechos humanos, alardeando a la vez de que no tiene “fecha de caducidad”, mientras el ogro Trump fantasea en vano con eludir la que inexorablemente pesa sobre su presidencia.
Aunque fuera el propio Sánchez quien propusiera en 2014 limitar por ley el tiempo de estancia en la Moncloa, esa norma tendría difícil encaje en nuestro sistema parlamentario, pues en teoría son los diputados “sin mandato imperativo” quienes invisten al Presidente del Gobierno.
Mucho más eficaz sería reformar la Ley Electoral, vigente desde el 77 y por lo tanto preconstitucional, para abrir o al menos desbloquear las listas. Eso impediría que Sánchez -igual que sus antecesores- sólo dependa de los que dependen de él.
Cambiar la denominación de Presidente por la de primer ministro en la conversación política, como propone Feijóo, podría tener un cierto valor didáctico pero ninguna utilidad.
La clave es que los candidatos a la Moncloa se comprometan a no permanecer más de dos mandatos en el poder. Aznar lo hizo y cumplió su palabra. Feijóo debería secundarle para diferenciarse todavía más de Sánchez, dejando muy claro que nada tiene que ver la continuidad en una comunidad autónoma o un ayuntamiento con la perpetuación en la cúpula del más determinante de los poderes del Estado.
***
Sánchez acaba de anunciar que se presentará por sexta vez a las elecciones en 2027 tras “consultarlo” con el partido y su familia. Es el último indicio de que las generales se celebrarán en 2026, cuando él lleve ocho años en el poder.
Es obvio que el PSOE ya no es sino el dócil instrumento de sus designios y que su familia necesita que siga en el cargo por razones patentes. Pero la ciudadanía también debería tener algo que decir, en lugar de conformarse con aceptar como normal lo que -según advertía Brecht- tan sólo se ha vuelto desgraciadamente habitual.
Ese fue el sentido del mensaje «Prohibido Perpetuarse en el Poder» que lancé el martes en El Hormiguero, un planteamiento transversal que debería ser previo a la propia valoración de la ejecutoria de Sánchez o cualquier otro gobernante.
Pablo Motos, que ha logrado generar una atmósfera de empatía con el pulso de la calle como jamás había percibido nunca en un programa de televisión, recogió el guante y bautizó la idea como el “PPP”.
La alternativa no sería el PP sino el “PPP”, el movimiento de quienes después de padecer tantas restricciones por parte de la clase política estemos dispuestos a plantearle esa.
“Prohibido Perpetuarse en el Poder”. Ocho años deberían ser suficientes para arreglar o no el problema de la vivienda, para conseguir que los servicios públicos funcionen mejor o peor, para aplicar una política u otra en relación con la inmigración, para acreditar una mayor o menor vigilancia sobre la integridad de tus colaboradores, para demostrar una mayor o menor contención en cuanto a las ventajas que tu familia puede obtener de esos años en el cargo.
Ocho años deberían ser suficientes para colmar vanidades y ambiciones, para cumplir con tu voluntad de servicio y dar paso a otro de tu propio partido o del grupo adversario, para seguir tejiendo, entre todos, la túnica interminable de la democracia.
No se trata, como digo, de una limitación legal sino de una restricción ética. Lo planteo como lo haría el moderante de una escuela filosófica.
Sánchez pretende convertir las próximas elecciones en un plebiscito sobre su persona, de forma que para cerrar el paso a la extrema derecha, oponerse a Netanyahu en Gaza y salvar al planeta de incendios, danas y erupciones volcánicas tengamos que pasar por alto todo lo ya sugerido, empezando por la esposa, el hermano y los colegas del Peugeot.
Yo propongo no llegar ni a planteárnoslo y castigar a quien pretenda perpetuarse en el poder, votando a aquel partido distinto del suyo que cada uno considere más afín.
Imaginemos por un momento la apoteosis, la glorificación, la canonización laica y sagrada que ya barajan sus propios ministros, que suscitaría Sánchez si finalmente lograra prevalecer. Y recordemos, como acaba de sugerirme un buen amigo, las emblemáticas palabras de Padmé Amidala en la precuela de ‘La Guerra de las Galaxias’: “Así es como muere la libertad, en medio de un estruendoso aplauso”.
Esto va de nosotros o él. Fijémonos en él. No le abucheemos que es de mala educación. Pero privémosle del “estruendoso aplauso”.