- Si había un momento, uno solo, en que el reconocimiento de Palestina no era la solución era, precisamente, ahora.
He deseado toda mi vida una solución de dos Estados.
He estado personalmente involucrado en algunos de los foros de diálogo y, a veces, de negociaciones que han hecho avanzar esta solución.
Y estoy convencido de que no hay otra vía si Israel debe seguir siendo un Estado refugio para los judíos perseguidos del mundo.
Pero he aquí el problema: también estoy persuadido de que si había un momento, uno solo, en que el reconocimiento de Palestina no era la solución era, precisamente, ahora. ¿Por qué?
Porque en adelante será difícil, para un palestino de Gaza, pero también de Cisjordania, no pensar:
– Desde hace tiempo soñábamos con esto, desde hace tiempo observábamos a nuestros representantes perderse en el laberinto de sus pequeños pasos, de sus compromisos, de sus discusiones sin salida, y he aquí que surge un movimiento radical y sin concesiones. He aquí que llegan al primer plano de la escena, muy por delante de una Autoridad Palestina envejecida y corrupta, gente culpable de haber masacrado, en condiciones espantosas, a 1.200 mujeres, niños y hombres judíos y de haber tomado como rehenes a 251. Y ¡milagro!, ¡lo que parecía imposible se vuelve real! nadie nos escuchaba, ¡por fin nos oyen! Y Occidente, que no dejaba de repetir, como un artículo de catecismo, que el terrorismo no es la solución, se ve bien obligado a reconocer: el terrorismo paga, difunde el mensaje y triunfa allí donde todo lo demás había fracasado».
Borrada la parte de unos u otros en el fracaso de las iniciativas de paz. Olvidadas las ocasiones perdidas por las sucesivas dirigencias palestinas. Asistimos, en la región y más allá, a una terrible regresión.
Serán millones, mañana, en la calle árabe y occidental, los que vuelvan a caer en la trampa, que se creía conjurada, de la violencia «arma de los pobres» y, entre los más astutos, «partera de la Historia».
Este reconocimiento, si no va acompañado de condiciones drásticas, es también una mala decisión porque sus promotores y partidarios pueden argumentar, tanto como quieran, que Hamás «no quiere un Estado», que es su «peor pesadilla» y que este acto de bautismo de la ONU no es, para él, un «éxito».
Esto es confundir éxito estratégico y táctico. Es no comprender que, cualesquiera que sean sus perspectivas a largo plazo, el 22 de septiembre de 2025 seguirá siendo, para Hamás, la fecha de una gran victoria política.
Y es no ver el aura que se convertirá en la suya, a pesar del desastre en el que ha precipitado a su propio pueblo, en el seno de la sociedad palestina: había una lucha a muerte, desde hace más de veinte años, entre él, sus adversarios de Fatah y aquellos palestinos que comenzaban a comprender, en silencio, en qué callejón sin salida criminal sus líderes los habían metido.
Pues bien, los dados están echados; es Hamás quien, «plantando cara» a Israel, derramando la sangre de sus «mártires», «resistiendo» hasta el final, habrá hecho doblegar a Occidente y obtenido lo que nadie, antes que él, había logrado; es él quien habrá ganado la partida; y a él a quien corresponderán los laureles.
Supongamos que los autores de este reconocimiento frívolo, sin condiciones ni contenido, terminen por despertarse y se den cuenta algún día de que, sin embargo, sería necesario que este Estado recién reconocido tuviera un gobierno y, por tanto, elecciones.
Todas las encuestas, por el momento, lo indican: es él, Hamás, en Cisjordania como en Gaza, quien, bajo un nombre u otro, tiene las mejores posibilidades de triunfar.
Y, además, este reconocimiento es una mala idea por una última razón.
Hoy hay dos urgencias. No es pronunciar un discurso en la ONU.
El primer ministro canadiense, Mark Carney, reunido con Donald Trump en el Despacho Oval, el pasado 6 de mayo. Reuters
Y, menos aún, engalanar nuestros ayuntamientos con los colores de Palestina.
Es liberar a los cuarenta y ocho rehenes que aún siguen detenidos en los túneles y detener la guerra con su insoportable cortejo de víctimas civiles.
Ahora bien, en lo que respecta a los rehenes, se dice que una promesa de reconocimiento podría eventualmente influir sobre los carceleros. Que, una vez obtenido, ese reconocimiento podría incitarlos a negociar.
Pero nadie se imagina a Hamás abandonando su seguro de vida en el momento en que Israel, traicionado por sus aliados y presa del vértigo ante su creciente soledad, se vea tentado de intensificar su acción militar.
Y, en cuanto al fin de la guerra, esta suponía la rendición de Hamás. Pero ¿por qué se rendiría Hamás hoy? ¿Por qué depositaría las armas en el momento en que, dirigiéndose a Gran Bretaña, Australia, Canadá y Portugal, «agradece a todos los países que han cambiado de opinión» y saluda este primer paso «en la vía de la liberación y el retorno»?
¿Y de qué palanca se dispone, si se sigue este camino, para exhortar a sus padrinos regionales a obligarlo a ello?
Aspiro con toda mi alma a la paz. Pero no esta paz. No así.