Alejo Vidal-Quadras-Vozpópuli
- Dejó esa autoridad moral en el armario y se inclinó por la docilidad ante el forajido de la política que, sentado a su vera, le marcaba implacable el terreno
El Rey ha participado, flanqueado por Pedro Sánchez -algo así como el arcángel San Miguel acompañado por el Ángel Caído-, en la Asamblea General de Naciones Unidas en el octogésimo aniversario de la fundación de la organización internacional por antonomasia, un tinglado tan aparatoso como ineficaz, aunque siempre justificado en su existencia por el melancólico pensamiento de que, si no hubiese nacido, el panorama geopolítico global sería aún peor de lo que es. El discurso de nuestro monarca en tan solemne ocasión y en foro tan relevante ha suscitado, como era de esperar, numerosos comentarios y valoraciones, tanto en España como fuera de ella. Y en el calor de esta abundancia de críticas y elogios, se ha vuelto a suscitar la recurrente cuestión del papel del Rey en nuestro sistema constitucional. Este es un asunto que levanta pasiones y controversias muy vivas y obliga al Jefe del Estado a medir cuidadosamente cada palabra, cada presencia y cada movimiento, consciente de que rara vez dejará satisfecho a todo el mundo.
En el caso de su intervención en Nueva York el pasado miércoles también ha surgido la polémica. El reproche por parte de los partidos y sectores sociales y académicos proisraelís ha sido que Don Felipe ha utilizado términos muy duros para referirse al elevado número de víctimas civiles en Gaza tales como ¨masacre” y ha señalado que es “difícil de entender” la actuación del ejército de Israel en la Franja. Asimismo, ha reclamado la solución de los dos Estados y, aunque ha evitado el vocablo infamante “genocidio”, al que el Gobierno sanchista-comunista con apoyo de separatistas y filoetarras recurre incesantemente, su planteamiento ha sido en general más próximo a las posiciones de la izquierda antisemita y antiamericana que a enfoques ecuánimes y equilibrados.
Al dictado del Gobierno
Sánchez y la progresía planetaria han encontrado en la tragedia de Gaza un filón para dar salida a sus pulsiones contra la civilización occidental, de la que Israel es una excelente muestra y un ardiente defensor. El enfoque del corrupto inquilino de La Moncloa no puede ser más sesgado y parcial. Centrando toda su artillería dialéctica en el considerable número de muertos no combatientes, pasa por alto que quien inició esta guerra fue el régimen terrorista iraní, valiéndose de sus empleados de Hamas. También ignora deliberadamente que Hamas procura que el número de cadáveres palestinos sea máximo, impidiendo que los potenciales objetivos se desplacen cuando Israel avisa con antelación de sus bombardeos sobre objetivos estrictamente militares. Por supuesto, ni una palabra sobre los rehenes cruelmente retenidos, ni sobre las ejecuciones sumarísimas que Hamas lleva a cabo todos los días de cualquier gazatí que se oponga a su dictadura totalitaria y a su estrategia de destrucción. En cuanto a los dos Estados, si alguien se ha opuesto siempre a la creación de un Estado palestino que conviva en armonía con el de Israel, ha sido Hamas y en su día la OLP. Todos estos elementos han estado completamente ausentes del discurso del Rey en la Asamblea General de la ONU escrito al dictado del Gobierno,
Una estatua de sal
Nos encontramos así, de nuevo, con el dilema de Felipe VI, cuando un Gobierno de la Nación cae en manos de desaprensivos, traidores y amorales. ¿Cómo debe en semejante tesitura ejercer el Rey su función constitucional de “moderar y arbitrar el funcionamiento regular de las instituciones”? ¿Debe seguir sin rechistar las indicaciones de gobernantes carentes de escrúpulos entregados, en su afán de conservar el poder a toda costa, a la innoble tarea de despedazar España, entregando sus despojos a las fauces insaciables de sus enemigos? ¿Se ha de mantener impertérrito en una interpretación férreamente restrictiva de sus competencias regias mientras la Nación se desmorona por los feroces embates de los que quieren liquidarla? Lo que hizo el 3 de octubre de 2017, ¿Fue, pues flor de un día y, sobrecogido por la brutalidad de la reacción frente a su gallardía de entonces y por las amenazas que probablemente ha recibido a partir de aquella fecha gloriosa sin que lo sepamos, ha decidido encerrarse en el caparazón protector de una neutralidad impasible ante las barbaridades que el Gobierno perpetra sin descanso ni tregua? El interrogante de cuáles son los límites que el titular de la Corona ha de abstenerse de sobrepasar para no salirse de su acotado papel de árbitro y moderador está más vigente que nunca.
Es posible que en su Casa y en su Familia voces que le merecen consideración y afecto le aconsejen extremar la prudencia y le recuerden el amargo destino de su tío abuelo Constantino y de su bisabuelo Alfonso. Sin embargo, estos supuestos precedentes no son aplicables a la actual coyuntura española. El rey de España, diseñado por la Norma Fundamental de 1978, no detenta poder ejecutivo, ni legislativo, ni judicial, y sus actos han de ser refrendados por ellos, notablemente por el Gobierno. Ahora bien, esto no significa que sea una estatua de sal paralizada por el temor a un posible derrocamiento del trono. La Ley de leyes no le presta protestas, pero sí auctocríticas, y está en su mano dosificarla con inteligencia y firmeza. En su alocución del 24 de septiembre ante las delegaciones de los países miembros de Naciones Unidas, dejó esa autoridad moral en el armario y se inclinó por la docilidad ante el forajido de la política que, sentado a su vera, le marcaba implacable el terreno sin privarse de risas obscenas. En el próximo futuro habrá no pocas ocasiones en las que pueda rectificar ese momento de debilidad y emerger como el referente y el garante de la unidad, la dignidad y la pervivencia de la Nación que la historia y una casi milagrosa Transición confiaron al buen hacer de su padre hace cuarenta y siete años y que ahora, con el apoyo mayoritario de sus conciudadanos movilizados como sociedad civil, corresponde a su augusta persona salvar de la descomposición y la ruina.