Ignacio Camacho-ABC
- La actitud de Sánchez y sus familiares ante los procesos judiciales revela una autoconsideración de casta intocable
Sostiene Sánchez y sus voceros que las investigaciones judiciales sobre Begoña Gómez y David ‘Azagra’ se han producido por acepción de personas, esto es, porque se trata de la esposa y el hermano del presidente del Gobierno. Y aunque lo dicen como queja no hay más remedio que darles la razón: ambos procesos tienen que ver con el uso prevalente de una relación de parentesco. La posibilidad verosímil de que se haya producido tráfico de influencias, malversación u otros delitos concurrentes tiene que ver precisamente con esa posición de privilegio, que es la que determina, al margen de la calificación penal de los hechos, un enchufismo flagrante para todo el que quiera verlo con una mínima independencia de criterio.
La recurrente protesta gubernamental revela hasta qué punto el cesarismo del presidente ha creado a su alrededor un sentimiento de pertenencia a una casta intocable ante la cual la justicia, el periodismo, las instituciones democráticas y la opinión pública deben inclinarse. El jefe del Ejecutivo, sus colaboradores más cercanos y hasta sus familiares se consideran exentos de la obligación de asumir responsabilidades; por ser quienes son gozan de legitimidad infusa y no tienen que dar cuentas a nadie. La simple hipótesis de que algunos de ellos hayan podido cometer actos ilegales es un caso de ‘lawfare’, una persecución política sesgada a base de infundios jurídicos de jueces acostumbrados a ejercer como parte.
Por eso no les sirven los magistrados profesionales y ahora tampoco los jurados. Ningún ciudadano, con toga o sin ella, tiene derecho a pronunciarse sobre la conducta de personas de tan alto rango. El sanchismo no sólo se ha situado por encima de la ley: se ha arrogado el poder de modificarla o adaptarla en beneficio propio o de sus aliados. Reinterpreta la Constitución subordinando sus preceptos al capricho parlamentario, concede impunidad a los delincuentes a cambio de que ayuden a sostener su mandato, se chulea de las citaciones, sentencia por su cuenta la inocencia de sus altos cargos y decide quién puede juzgarlos. Está creando un Estado a medida, una democracia patrimonial administrada como un feudo de liderazgo.
Sólo las elecciones –pese a las teorías conspiranoicas que cuestionan su limpieza–y la autonomía de los tribunales separan por ahora este modelo de una autocracia completa. Cuando la estructura institucional es ocupada por el poder y los mecanismos de control y contrapeso se estropean, la libertad se vuelve una palabra hueca. Y cuando la justicia se ve entorpecida, presionada y descalificada como razón suprema, se produce una quiebra de la igualdad y se rompen las vigas maestras del sistema. El proyecto de cambiar el método de acceso a la judicatura constituye en ese sentido una embestida contra la última barrera de resistencia. La que todavía impide que los pilares de carga del edificio cedan.