Ignacia de Pano-Vozpópuli

  • Como en la serie televisiva, sólo puede quedar uno en la derecha

Una de las novedades más apetecibles sobre el papel de la nueva programación otoñal de Netflix es la miniserie The girlfriend. Lo tiene todo, una producción lujosa en imponentes mansiones en Londres y en la Costa del Sol, una actriz de postín al frente del proyecto como Robin Wright, y un argumento atractivo y más viejo que el hilo negro. Les explico. Se trata de una pareja de mediana edad compuesta por un marido magnate hotelero multimillonario cuya principal función en la vida es pagar y callar y su mujer bellísima y glacial, Robin Wrigth, que se dedica, como todas las señoras millonarias de las series, a ser galerista de un espantoso arte contemporáneo. Lo del galerismo de las esposas de los ricos protagonistas es fundamental en cualquier serie o película que se precie para que podamos tener la correspondiente escena de la fiesta de inauguración de la nueva exposición, en la que se suele hacer alarde de figurantes y vestuario para placer visual de las espectadoras en casa y en la que además, delante de cuadros que son un cuadro, los personajes hacen avanzar la trama entre conversaciones pedantes sin el menor sentido. Esta pareja ideal tiene un único y queridísimo hijo, que es a la vez médico y más simple que el asa de un cubo, cosa extraña que pocas veces se da en la vida real, ya que no suele haber médicos tontos. Un buen día, la paz de esta señorial familia se ve fatalmente atacada. El hijo médico y tonto trae por primera vez a su nueva novia a casa, la girlfriend del título, para que conozca a sus padres. La chica es monilla y vulgar, con hambre de siglos en los ojos  y unas inmensas ganas de medrar socialmente a costa de lo que sea. La madre, que es su opuesto perfecto en todo, el pelo rubio corto frente a la melenaza pelirroja, la elegancia minimalista frente a la ropa ceñida y barata, la cala de inmediato. El padre, como el hijo, no se da cuenta al principio del cataclismo que se les acaba de meter en casa, pero ya sabemos que los hombres no suelen enterarse de nada. A partir de ese momento, la serie se convierte en la guerra sin cuartel entre la madre y la novia, luchando ambas por el amor excluyente del hijo y novio, respectivamente. Al principio finamente, después a cara descubierta. Si la ambiciosa chica de barrio creía que podría imponer su presencia en la familia solo tirando de su ambición ilimitada se equivocaba, porque la madre está igual de loca que ella, aunque parezca y se comporte como un iceberg. El resto de la serie es una carrera cuesta abajo sin frenos hacia un final que se ve venir desde el principio: Solo puede quedar una, como en el oeste.

Cuando llega el arribista

Yo les reconozco que la dejé en el segundo episodio porque, por mi cercanía vital al sector de mujeres que ven llegar con gran escepticismo a las novias a sus cocinas, la cosa me ponía demasiado nerviosa. Daban ganas de gritarle a Robin que no se consigue nada yendo de cara contra la que viene a llevarse al hijo, que hay que hacer la guerra, sí, pero con inteligencia. Y solo hasta que se vea que el asunto no tiene remedio. En ese momento hay que aceptar a la nuera con los brazos abiertos y ponerse a remar a favor de la corriente porque no queda otra y qué vamos a hacer. Otra forma de contemplar la serie que quizás hubiera permitido que acabara de verla completa hubiera sido considerarla como una metáfora de la derecha española. Robin Wright, la madre elegantísima, es el Partido Popular, que ve cómo llega de repente a su vida una arribista, Vox, que pretende llevarse a su hijo, los votantes, para siempre. Cada una a un lado de la isla central de la cocina, mirándose sin pestañear, deciden en ese mismo momento que no van a compartir espacio, ni físico ni sentimental. Como en la serie, solo puede quedar uno. Los populares no entienden que, aunque hayan sido la opción preferida de la derecha durante décadas, a los hijos se les cría para que vuelen. Vox no entiende que, por mucho que le voten, no se va a hacer jamás con la hegemonía de la derecha porque una madre es mucha madre. Y de la batalla suicida entre los dos solo se beneficia el adversario. Ninguna de las dos va a irse a ninguna parte, ninguna de las dos va a desaparecer. El objeto de sus amores votará a una o a otra según le convenga, pero sobre todo lo que quiere es que se lleven bien en las celebraciones familiares y no monten pollos en la mesa de Navidad. Lo inteligente es sobrellevarse con educación y aprovechar la existencia cada uno del otro para ampliar la base por sus extremos. Nadie podrá decir a estas alturas, con esa María Guardiola y ese Bendodo hablando de nacionalidades, por poner dos ejemplos al azar de tantos posibles,  que los que votan al PP lo hacen engañados. Saben perfectamente que es un partido burgués y tibio con muchas ganas de gustarle a la izquierda, y le votan precisamente por eso, porque si no estuvieran de acuerdo tienen otra opción consolidada y legítima a la que entregar su voto, que es Vox. De hecho a los que más les gusta que el PP sea así es a los de Abascal, porque pueden marcar territorio y diferenciarse de ellos.