Gabriel Albiac-El Debate
  • Para Hamás importa, «del río al mar», el exterminio de todos los judíos. «Del río al mar»: no faltan ministros en el Gobierno español para pensar lo mismo. Y proclamarlo

«Cuando llegue la paz, tal vez con el tiempo podamos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos, pero nos resultará más difícil perdonarlos por habernos obligado a matar a sus hijos. La paz llegará cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que odien a los nuestros». La reflexión desalentada de Golda Meir me volvió ayer, mientras leía el texto íntegro del plan de paz en veinte puntos, que, con el refrendo tácito de las decisivas potencias árabes del Golfo, ofrecían Trump y Netanyahu a Hamás.

No hay precedente en el que una organización terrorista haya recibido un trato tan generoso. A cambio de los 24 rehenes y 35 cadáveres israelíes que Hamás retiene en sus túneles, Israel:

a) liberaría a 250 presos terroristas con delito de sangre. Además de a los 1.700 detenidos con posterioridad al pogromo del 7 de octubre de 2023;

b) amnistiaría a todos los terroristas que, queriendo residir en Gaza, entregaran sus armas y se desvincularan formalmente del terrorismo;

c) a aquellos que prefirieran emigrar a otro país por el que fueran admitidos, el Gobierno de Israel se comprometería a proporcionarles el necesario pasaporte.

d) Sobre esta base, Israel retiraría sus tropas y se contribuiría a poner en pie una autoridad internacional que garantizase el tránsito de Gaza a un convencional sistema democrático, tras desmantelar la infraestructura militar que se asienta en el subsuelo de la franja.

Es todo tan elemental, que cuesta creer que no sea aceptado por una organización cuya única otra alternativa es afrontar la aniquilación propia y, con ella, la de la población de una Gaza a la que mantiene tan secuestrada como a los propios rehenes. Pero no nos engañemos. Hay un dilema determinante. El cuarto punto del acuerdo: «En un plazo de 72 horas desde que Israel acepte públicamente este acuerdo, serán devueltos todos los rehenes, vivos y fallecidos».

Es esa condición innegociable la que Israel ha impuesto desde el inicio mismo de esta guerra. Quienes –con un insensato Pedro Sánchez en búsqueda de rédito electoral a la cabeza– pretendieron elevar algo de sí ya horrible, una guerra, a la condición inhumana de un «genocidio», tienen ahora ocasión para meditar. Si es que alguna neurona –moral como intelectiva– pervive en sus cabezas. Y de pedir perdón al pueblo de Israel al cual han insultado. Porque, seamos serios, la propuesta que se hizo pública este martes es una mínima variación sobre la condición que Israel mantuvo desde el primer día de combata, tras la matanza atroz del 7 de octubre. El ejército no detendría sus operaciones hasta que el último rehén y el último cadáver israelí no hubieran sido repatriados.

Era lo mínimo exigible tras la masacre de 1.200 ciudadanos, que, o bien estaban trabajando en sus granjas, o bien disfrutaban de un apacible concierto al aire libre. Y era muy poco, si lo confrontamos con las imágenes que los propios atacantes grabaron para mayor disfrute de sus parientes y amigos: violaciones de muchachas, seguidas de tiro en la nuca, cadáveres de niños troceados y quemados, familias enteras que ardieron encerradas en sus propios domicilios, cuerpos cortados a hachazos… Habría que remontarse a lo pogromos de Chmielnicki, en el siglo XVII, para dar con escenas tan infernales como las de aquel día. Ni la memoria ni el presente de Israel podían permitirse el lujo de que los autores de tal aberración quedasen impunes. Todo el poder militar de la nación fue puesto al servicio de que así no fuese.

Hamás había secuestrado, además, 251 rehenes. Era su moneda para chantajear a un Israel que tiene por principio fundacional no abandonar jamás a un compatriota en campo enemigo. La organización islamista calculó mal sus fuerzas y lanzó su envite: todos los presos terroristas a cambio de los ciudadanos secuestrados, vivos o muertos. Entonces, comenzó la guerra.

En el norte, Hezbolá fue descabezado en un par de asombrosas operaciones de inteligencia. Su patrón, Irán, vio reducido a ceniza su sueño de ser potencia nuclear. No se requiere gran sutileza para entender hasta qué punto el derrumbe iraní fue celebrado en los regímenes árabes del Golfo: Israel acababa de librarlos de su mayor pesadilla. No se hace ostentación, desde luego, de ese tipo de dichas. Pero todos los juegos de alianzas se transmutaron aquel día en el que Israel borró de Irán toda esperanza de fabricar armas nucleares.

Lo de Gaza fue más horrible. Hamás había invertido las faraónica ayudas humanitarias internacionales en una inmensa red militar de túneles blindados. Por encima de esos túneles, transcurría la vida de una ciudad superpoblada. Y los cuarteles generales de la milicia se ubicaban bajo el subsuelo de hospitales, escuelas, mezquitas, organizaciones humanitarias… Llegar hasta el corazón de Hamás exigía atravesar esa atroz barrera de cuerpos inocentes. Y el horror entró en un callejón sin salida. Porque, para Hamás, nada importa la muerte de los gazatíes: al fin y al cabo, un paraíso de huríes aguarda a quienes murieron por el honor de su dios. ¿A qué, entonces, empecinarse en vivir? Para Hamás importa, «del río al mar», el exterminio de todos los judíos. «Del río al mar»: no faltan ministros en el gobierno español para pensar lo mismo. Y proclamarlo.

«Cuando llegue la paz, tal vez con el tiempo podamos perdonar a los árabes por matar a nuestros hijos, pero nos resultará más difícil perdonarlos por habernos obligado a matar a sus hijos. La paz llegará cuando los árabes amen a sus hijos más de lo que odien a los nuestros», decía Golda Meir, hace ahora tantos años. La propuesta de Trump y Netanyahu –al margen de la antipatía o simpatía que puedan levantar esos nombres– es la última ocasión de que la maldición se rompa. O bien, que se repita, una vez más, lo de siempre en el Cercano Oriente: «que un palestino no desaproveche nunca la oportunidad de perder una oportunidad». Aunque, esta vez, pudiera ser la última.