Amaia Fano-El Correo
En política, cuando los argumentos flaquean, el recurso al victimismo suele ser el último refugio. Y eso es precisamente lo que estamos viendo en la estrategia del Gobierno y de Pedro Sánchez, al que empiezan a fallarle sus trucos de hipnosis colectiva ante los indicios, cada vez más sólidos, de la implicación de su esposa en un presunto delito de malversación, por el desempeño de su exasesora Cristina Álvarez —a sueldo de Moncloa— en labores relacionadas con sus negocios y actividades profesionales privadas, y otro presunto delito de tráfico de influencias por favorecer la adjudicación de contratos públicos a las empresas de Juan Carlos Barrabés —amigo de la pareja presidencial y colaborador en la cátedra de la mujer del presidente— que investiga la Fiscalía Europea.
Tanto el informe de la UCO que desmonta lo dicho por la propia Begoña Gómez ante el juez Peinado, cuando reconoció que Álvarez le habría ayudado «de forma puntual y esporádica» en las actividades de su cátedra (121 correos electrónicos no parecen ser un favor excepcional, dicen los investigadores), como el de la Intervención General de la Administración del Estado, en el que los peritos de Hacienda afirman que las «cartas de recomendación» de la mujer del presidente resultaron ser decisivas para que las empresas de Barrabés fueran adjudicatarias de 28 contratos con la administración valorados en más de 22 millones de euros (algunos provenientes de fondos europeos) en procesos de licitación pública «plagados de irregularidades», son demoledores; siendo especialmente grave la confirmación del borrado de metadatos en ciertos documentos antes de ser enviados a la autoridad europea —algo que ya hemos visto en otros casos, como el del Fiscal General del Estado—, presuntamente buscando la eliminación de pruebas comprometedoras.
Sin embargo, las declaraciones de la ministra responsable, María Jesús Montero (quien guarda silencio sobre si sabía o no que David Sánchez estuvo viviendo seis meses en la Moncloa, cuando ya había mudado su residencia fiscal a Portugal y que mantuvo su móvil desconectado para evitar ser geolocalizado por Hacienda) han sido tan predecibles como insuficientes.
En lugar de desmentir o aclarar los graves hechos mencionados, Moncloa y sus satélites mediáticos (los de la opinión sincronizada) pretenden parar el golpe insistiendo en que existe una campaña de «lawfare» promovida por la derecha para desestabilizar al Gobierno. Pero lo que antes se disimulaba con golpes de efecto y cortinas de humo, cada vez supone un mayor quebradero de cabeza para el Ejecutivo.
La sospecha tiene base sólida y el presidente no puede escudarse eternamente en el argumento de la cacería política, ni convertir su relación personal y familiar en un escudo de impunidad para los suyos. Si Begoña Gómez no tiene nada que ocultar, que no intente eludir ni obstruir la acción de la justicia desacreditando al juez instructor con campañas difamatorias. Y, si hay algo que aclarar, como parece evidente, que ambos den la cara ante la opinión pública y asuman las consecuencias políticas de sus actos.