Diego Carcedo-El Correo
- Trump es, sin duda, el mayor obstáculo con que tropiezan los profesionales esforzados en recuperar el respeto que en estos últimos años se ha roto entre pueblos, religiones y países
Corren malos tiempos para diplomacia, la actividad que en las circunstancias actuales más se echa de menos. Con dos guerras eternizándose y el mundo cada vez más descontrolado, se vuelve más necesaria. Pero la realidad es que lejos de estimular su trabajo, siempre difícil, quienes más la necesitan se lo ponen más difícil. Con personajes como Donald Trump, Vladimir Putin y Benjamín Netanyahu, por citar algunos nombres, capitaneando odios y ambiciones, poco pueden hacer los argumentos y buenos modos diplomáticos para salvar vidas y restablecer la normalidad.
Trump, que es quien ostenta más poder militar y político y, lo que es peor, está convencido de que es dueño del mundo, es sin duda el mayor obstáculo con que tropiezan los profesionales esforzados en recuperar el respeto que en estos últimos años se ha roto entre pueblos, religiones y países. Para el esperpéntico presidente que los Estados Unidos se han dado, el respeto a los demás y demás no existe. Todo tiene que ser como él considera que debe ser con la agravante añadida de que su sentido de la propiedad oscila y se modifica por minutos.
La diplomacia, cuyo pasado se remonta a los tiempos históricos a menudo más aventados que los actuales, desde las culturas griega, egipcia o romana, está olvidando de sus principios del Congreso de Viena, en 1.815, que establecía unas bases y reglas de funcionamiento discretas pero eficaces, ha entrado en punto muerto. Ante un mandatario rebosante de poder que desprecia a sus homólogos cuando le visitan con la intención de negociar y se queda con la expresión, y quizás convicción, de que pretendían «besarme el culo», según sus propias palabras, poco se puede hacer salvo i salvar una dignidad que él desprecia.
El multirateralismo -ese palabro convertido en una conquista internacional de la igualdad y el equilibrio verbal adoptado por la diplomacia para aunar esfuerzos- Trump lo considera el mayor enemigo de sus intereses. «Américan First» representa un mayor control de su dominio sobre los demás; las organizaciones supranacionales son un obstáculo y las rechaza. Y no lo oculta, a pesar de ser el primer ejemplo que encabeza una unión de cincuenta Estados. En su discurso de apertura de la Asamblea general de la ONU, primera organización mundial para la paz y el desarrollo, -en su ochenta aniversario- aprovechó para y desautorizarla. Sólo él representa esos poderes.
Trump no es el único responsable de los males que sufre la humanidad, pero si el que demuestra el mayor desprecio de las razones que puedan tener quienes no comparten su voluntad y sus intereses. Ante su ejerciente supremacía, la profesionalidad, experiencia y buenas formas, de la diplomacia convencional naufraga. Para demostrarlo ha encontrado una fórmula que le proporciona el resorte con el que puede manejar a su antojo la suerte de los demás: el juego de los aranceles a través de los cuales impone la subordinación económica ajena. El mejor ejemplo es la Unión Europea, una organización que engloba veintisiete miembros, con una estrategia conjunta de intereses a la hora de relacionarse, que le impone algo más difícil: manejar a cada uno por separado.