- No seamos injustos. Las neuronas de Colau y Thunberg tal vez no alcancen la complejidad y sutileza de las de un besugo. Pero sus dotes teatrales son envidiables. Ni una ni otra han emitido jamás algo que remotamente se asemeje a un concepto
Guy Debord, 1967: «A la medida en que la necesidad se hace socialmente soñada, el sueño se convierte en necesario. El espectáculo es el mal sueño de una sociedad moderna encadenada, que, a fin de cuentas, no expresa más que su deseo de dormir. El espectáculo es el guardián de este sueño». La sociedad del espectáculo fue un retrato tan prodigiosamente fiel de nuestro presente que, cuando vio la luz, hace cincuenta y ocho años, todos lo tomamos por fábula ingeniosa, pero hiperbólica. Hoy lo releemos como disección de hiperrealismo sangrante. Todo es escena.
Al alzarse el telón, una «flotilla». Representa la salvación de quienes sufren en Gaza: algo más de dos millones de habitantes. Para poner en acto esa función dramática, han sido colectados cuarenta y cuatro navíos de pequeño tonelaje: el origen de su financiación es oscuro, pero dejemos esas mezquinas minucias de lado. La suma total de víveres que puedan transportar es tan inane como pueda serlo un tirita para un canceroso terminal. Concedamos, no obstante, la coartada de la buena voluntad a sus gestores. Y hasta aceptemos que su tirita solidaria pueda reconfortar muchísimo a las gentes doloridas. No nos detengamos siquiera a considerar que el coste del flete sea muy superior al valor de la mercancía; ni reparemos en la minucia de que la totalidad de su solidario cargamento hubiera podido ser entregado por vía diplomática sin ningún obstáculo. La buena voluntad no se para en detalles.
Atendamos ahora a sus tripulantes.
Al mando espiritual, uno de los más lúgubres juguetes rotos de esta necrófila Europa nuestra. A los quince años, ¿recuerdan?, una adolescente sueca, Greta Thunberg, tomó la decisión de salvar el planeta. Cosa admirable. Para lograrlo, se eximió a sí misma de la escolarización obligatoria que impone la ley. Se plantó ante el parlamento y proclamó una ampliación indefinida de los fines de semana escolares, que liberase el viernes de tontadas docentes para dedicarlo a sollozar sobre la maltratada madre Tierra. Sus progenitores, encantados con la notoriedad de la ocurrente niña, procedieron a rentabilizarla. A la infantilizada Europa, el show pueril le brindó un hálito de éxtasis. La aún más necia infantilización –¿o sería el cinismo?– de los políticos hizo sonar la desescolarizada voz en los altos organismos internacionales. Y el espectáculo de una pobre criatura no demasiado en sus cabales, riñendo con gesto huraño a la patulea de farsantes que pagaba su estrellato, configuró uno de los pasajes más deprimentes de este tristísimo siglo veintiuno. La quinceañera creció. Es inevitable. Los juguetes crecen mal. Y, al cabo del excesivo uso, acaban por romperse. Aquella chiquilla, que daba pena en sus plantones malcarados del año 2018, es hoy una malcarada adulta cuyas proclamas antisemitas levantarían la envidia de Alfred Rosenberg. Y no da ninguna pena. De profesión «activista», aclara su currículum oficial. O sea, de profesión, vivir del prójimo. De momento, lo consigue.
Puesta a ejercer igual oficio, el currículum de doña Ada Colau no desmerece. «Activista» también. A mucha honra. Más mayorcita, pero igual de sin oficio conocido. Lo de salvar a la sufriente Madre Naturaleza ya estaba pillado. Y la señora Colau procedió a «activar» su negociado propio: el impago de hipotecas y alquileres, que ha acabado por convertir a Barcelona en epicentro de las peores mafias europeas y que ha aportado su granito de arena al colapso de la vivienda en toda España.
No seamos injustos. Las neuronas de Colau y Thunberg tal vez no alcancen la complejidad y sutileza de las de un besugo. Pero sus dotes teatrales son envidiables. Ni una ni otra han emitido jamás algo que remotamente se asemeje a un concepto. Pero sus espectáculos han despertado un masivo contento –que va de la hilaridad a la ternura– entre sus benévolos espectadores. La una, haciendo novillos humanitarios; la otra, haciendo el ridículo enguantado en mallas de Superwoman antideshaucio, proporcionaron ambas ratos muy divertidos a un personal al que la realidad aburre soberanamente. Y, como toda gente de escena, supieron sacar legítimo beneficio al divertimento exhibido. Pero, the show must go on, que cantaba Queen. Si dejas de dar espectáculo, estás muerto. Muertas, en este caso, nuestras heroínas. En Barcelona como en Estocolmo. Hay que poner en pie una función nueva. ¿Y cuál más noble y popular que la humanitaria salvación de Gaza?
Y esta última performance de dos pobres estrellas caídas trae a la memoria cinéfila aquella descompuesta imagen de la Norma Desmond de Billy Wilder, decrépita diva que desciende la teatral escalinata de su mansión fantasma en ‘Sunset Boulevard’. La que fue indeciblemente bella es ahora una vieja bruja pintarrajeada; la que era deseada actriz, se ha trocado en senil asesina; la olvidada reina del Hollywood mudo danza al borde del presidio o del manicomio. Y todas las cámaras la apuntan de nuevo. Y, de nuevo, ella se siente en la cima del espectáculo. Y vuelve a ser una diosa.
Caerá el telón. Seguro. Se acabará la escalinata. Pero no importa. Ni le importaba a Norma Desmond, ni importa ahora a la pobre Thunberg, o a Superwoman-Colau. Lo que vendrá tras el fundido en negro se llama realidad: eso que a nadie inflama, eso a lo cual todos prefieren ser ciegos. «Toda la vida de las sociedades en las cuales reinan las condiciones modernas de producción se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que era directamente vivido se ha alejado en una representación». Debord, de nuevo. Hiperrealista. Una sociedad que es ya solo espectáculo, ese «sol que jamás se pone en el imperio de la pasividad moderna».