Ignacio Camacho-ABC
- El problema no es sólo que Zapatero mintiera sino la sospecha de que hoy se sigan cumpliendo ciertas cláusulas secretas
Veinte años no eran nada para Carlos Gardel, pero en la posmoderna cultura de la instantaneidad son un abismo del pasado. Según de lo que se trate, claro, porque la volatilidad memorial es selectiva en función de su utilidad política en el presente, de modo que los crímenes del terrorismo vasco pertenecen a un remoto ayer mientras, por ejemplo, la guerra civil continúa formando parte del debate contemporáneo, al igual que el cincuentenario de la muerte de Franco. Sucede sin embargo que de vez en cuando sale a la luz algún documento archivado que devuelve la historia reciente de España al primer plano. Y se conocen detalles de la negociación con ETA, pongamos por caso. La metáfora del cartero que vuelve a llamar tras pasar de largo.
Los etarras tenían la costumbre de ponerlo todo por escrito. Gracias a esa grafomanía compulsiva fue posible por fortuna detener a muchos asesinos. Y del mismo modo que conservaban papeles de sus planes malditos levantaron acta de sus contactos con los representantes y mediadores que se entrevistaron con ellos en nombre del Ejecutivo durante el llamado ‘proceso de paz’ –pronúnciese ‘pazzzzzzz’– abierto en la etapa del zapaterismo. La aparición de esos archivos ha permitido saber el ignominioso tejemaneje urdido a espaldas de los ciudadanos para lograr el cese de la violencia armada a cambio de beneficios penales y de un proyecto de blanqueamiento político.
Lo que queda de manifiesto en esas notas, además de un Estado arrodillado ante los pistoleros, es que Zapatero mintió a todo el mundo para proteger su estrategia. Mintió a la opinión pública, al Congreso, a la prensa, a la Policía, a los jueces, a las víctimas y a la propia ETA. Esto último tiene disculpa, pero el resto fue un engaño masivo, sistemático, sin tregua, que revela la mala conciencia ante el fuerte rechazo social suscitado por aquella iniciativa aventurera. El poder impidió arrestos, encubrió chivatazos, estorbó a la justicia y llegó a prometer a los terroristas una financiación paralela. Un conjunto de ocultaciones que dejan la sospecha, quizá la certeza, de que aún hoy se están cumpliendo ciertas cláusulas secretas.
Es legítimo pensar que pese a todo valió la pena el empeño. Que ya no hay muertos y que el fin indiscutiblemente positivo justificó los medios. Sólo que una democracia tiene derecho a conocer el precio, sobre todo cuando existe una posibilidad muy verosímil de que algunas contrapartidas del ominoso acuerdo sigan vigentes en este tiempo. Cuando el relato equidistante del ‘conflicto’ resuelto se está imponiendo a costa del olvido de unas víctimas abandonadas a la soledad del sufrimiento. Cuando el antiguo dirigente que urdió aquel monumental embeleco mantiene una influencia sombría sobre las decisiones del actual Gobierno. Cuando la propia sociedad agredida se ha desentendido, por puro pancismo, de sus malos recuerdos.