- «Si fundamenta su mandato en ceder en fiscalidad, medio ambiente o lengua solo para cuadrar la aritmética, acabará gobernando con el programa de los otros»
El presidente catalán Salvador Illa se ha estrenado con la foto soñada por cualquier político: el primer dirigente español recibido en audiencia por el Papa. Un gesto solemne, cargado de simbolismo y del que Crónica Global ha dado exhaustiva cuenta.
Pero mientras posa en Roma con aura institucional para la “photo opportunity”, en Barcelona practica un deporte mucho menos noble: el pujoleo, en vena.
Que conste: un poco de pujoleo siempre conviene. Sirve para que el nacionalismo insaciable se entretenga —y se descomponga— deshojando la margarita de la hacienda propia, de la financiación singular e incluso del regreso y la reconversión de sus líderes fugados o condenados.
Un rato de espejismos autonómicos distrae mucho y, a veces, hasta pacifica. Pero la sobredosis mata: gobernar a base de conceder migajas y promesas imposibles acaba por convertir al president en rehén de sus acreedores parlamentarios.
A Illa le votó sobre todo el centro real: la Cataluña tibia, ordenada, que no quería más sobresaltos. La que estaba harta de la tensión del procés. Ese electorado mayoritario no buscaba un president convertido en marioneta de ERC y Comunes a cambio de aprobar presupuestos.
El riesgo es obvio: si fundamenta su mandato en ceder en fiscalidad, medio ambiente o lengua solo para cuadrar la aritmética, acabará gobernando con el programa de los otros. Y ese diálogo de los políticos con la sociedad que Felipe González defendió el pasado viernes en Lanzarote —cuando recordó que “la democracia no garantiza el buen gobierno” y que él mismo se ha pasado “al extremo centro”— quedará en un simple eslogan vacío.
El “extremo centro” de González recuerda inevitablemente a la Tercera Vía de Tony Blair: aquella promesa de reconciliar eficiencia económica con justicia social. Funcionó un tiempo, hasta que se convirtió en una posición de confort que rehuía los conflictos de fondo. Illa corre ese mismo riesgo: gobernar desde el centro no es malo; hacerlo sin coraje, sí.
El problema es que Illa parece hoy más cómodo en el juego de equilibrios, como si vivir en el alambre fuera un destino inevitable. Lo que debería ser una táctica para arrancar la legislatura se le está convirtiendo en adicción. Y un president adicto al pujoleo es un líder que, al final, ni inspira respeto en el centro ni despierta admiración en la derecha moderada, los espacios que le hicieron ganador.
Y cuidado con despreciar la amenaza de una Sílvia Orriols que puede hacer saltar por los aires todas las convenciones presentes en unas futuras elecciones.
El segundo año de mandato debería servir para demostrar que, además de posar en El Vaticano, puede marcar un rumbo propio en Cataluña. Porque si el legado de Illa fuera solo haber resucitado la escuela pujolista del apaño perpetuo, el futuro será un déjà vu: estabilidad aparente, decadencia real.
Fiscalidad, inmigración, energía, reindustrialización… le esperan con urgencia tras la exitosa bendición papal, si no quiere quedarse solo con el incienso.
González, con su agudeza habitual, lo clavó en Lanzarote cuando se reía de quienes le critican dentro de su propio partido: “Yo me he pasado al extremo centro”. Y Jordi Pujol, en su día, ya nos advirtió de que “hay que hacer equilibrios para que todo se aguante”. Illa ha heredado un poco de ambos: la tentación de la moderación radical y la querencia por los equilibrios eternos.
La diferencia está en si sabrá convertir ese funambulismo en un proyecto con rumbo. Cataluña necesita que el pujoleo deje de ser gimnasia de supervivencia y se transforme en motor de gobierno.
La cuerda floja, al fin y al cabo, puede ser un paso previo… siempre que uno no olvide que la pista del circo debe conducir, finalmente, a un escenario de Estado y prosperidad compartida.