Ignacio Camacho-ABC

  • El respaldo postrero de Fernández Vara a Sánchez resultó chocante, pero no basta para empañar una trayectoria honorable

Una de las peores consecuencias de la polarización es la generalizada creencia entre la izquierda y la derecha de que no se puede ser una persona decente y a la par votante o simpatizante del bando contrario. Y si se trata de un militante o un dirigente no digamos. La estrategia sanchista del enfrentamiento civil ha hecho bien su trabajo y el maldito ‘muro’ ha separado a la sociedad en facciones de pensamiento cada vez más sectario. Va a ser muy difícil recuperar espacios de encuentro aunque el poder cambie de manos; más bien es probable que en ese caso los derrotados tiendan a agudizar la tensión y asistamos a una elevación paroxística del mutuo encono ciudadano. Los estragos de un mandato como éste no son reparables a corto plazo.

Guillermo Fernández Vara, por ejemplo, era un hombre bueno y su respaldo final a Sánchez no le impidió seguirlo siendo. Hay muchos más así, también en el PP y en Vox y en Podemos, y va siendo hora de que todos hagamos el (pequeño) esfuerzo moral de reconocerlo. Por diversos motivos –la lealtad al partido y a su propia biografía, la prudencia política, acaso la falta de fuerzas para enredarse en debates internos– abandonó la posición crítica en sus últimos tiempos y se refugió en un puesto institucional discreto tras perder por muy pocos votos el Gobierno extremeño. Ese repliegue postrero resultó chocante en su trayectoria pero no basta para empañar su calidad humana y su porte ético.

De su familia conservadora, hijo de magistrado, aprendió valores que supo combinar con su afiliación socialista. El principal, la necesidad de convivir respetuosamente con gente de ideologías distintas. Su talante le impulsaba a buscar acuerdos, aproximaciones, diálogo, y a huir en lo posible de las tiranteces conflictivas. Creció en un ambiente político anterior al del actual antagonismo divisionista y creía de veras que una solución de consenso es mejor que una imposición por mayoría. No siempre la encontró, por supuesto, pero tampoco confundió nunca adversarios con enemigos ni se dejó llevar por esas pulsiones cesaristas tan frecuentes en los presidentes de las autonomías, acostumbrados a ejercer como virreyes de las Indias.

Fue de los primeros en sufrir a Iván Redondo, entonces asesor de su rival Monago, y en ser ‘condecorado’ con el desdén de un líder que se retrató en sus mensajes como un narciso incapaz de soportar objeciones leales. Por eso cuesta entender que ante arbitrariedades como la amnistía renunciase, él sabría por qué, a su actitud discrepante sin unir su voz a las de Lambán, Page, Ibarra o González. En el balance de una vida, sin embargo, caben muchos factores variables, y en el de la de Guillermo esa parte pesará siempre mucho menos que la integridad de su vocación de servicio público y de compromiso con sus responsabilidades. Basta ya de relatos unilaterales para consumo de mentes intolerantes.