La renuncia del primer ministro Sébastien Lecornu este lunes, apenas unas horas después de presentar su gabinete, consuma otro episodio de la crisis estructural que arrastra el Poder Ejecutivo francés en los últimos años.
Emmanuel Macron ha encomendado al primer ministro saliente un encargo casi simbólico: que vuelva a intentar formar un gobierno antes del miércoles. En la práctica, en lugar de aceptar su dimisión, le ha instado a una «última ronda» de negociaciones.
Pero ese esfuerzo no pasa de un gesto táctico, porque el margen para el acuerdo es muy estrecho. Y apenas disimula la magnitud del callejón sin salida en el que Francia se encuentra atrapada.
Lecornu ostenta ya un récord oprobioso: con tan sólo 27 días en el cargo, y un gobierno que duró formalmente catorce horas, va camino de convertirse en el primer ministro más efímero de la V República.
La fragilidad institucional en Francia no es un fenómeno reciente, sino la manifestación más visible de una crónica ingobernabilidad. Desde las elecciones legislativas de 2024, ningún bloque ha logrado una mayoría clara.
En menos de dos años, han caído tres primeros ministros: Michel Barnier, François Bayrou y ahora, si la situación no se endereza, Lecornu.
El gobierno de Bayrou, que apenas llevaba nueve meses en funcionamiento, fue derribado por un voto de confianza en el Parlamento, tras una sonada derrota de su propuesta de ajustes fiscales.
Y es que Francia no es capaz de escapar a la trampa que supone una deuda pública insostenible para la que ningún gobernante es capaz de aprobar impopulares ajustes con los que meterle mano. Una trampa agravada por la incapacidad política para sostener coaliciones duraderas.
El presidente ha avanzado que, si el nuevo intento de Lecornu fracasa, se «hará cargo» de la situación.
Esa asunción de responsabilidad velada deja a Macron sin posibilidad de ulteriores escapadas. Porque si tampoco esta vez se consigue formar gobierno, la disolución de la Asamblea Nacional y unas elecciones legislativas anticipadas emergen como la alternativa inevitable.
Y en ese escenario, Macron se arriesga a obtener una Asamblea aún más fracturada, o incluso a que fuerzas extremistas como Reagrupamiento Nacional (RN) incrementen su poder.
Algunos partidos de izquierda y de extrema izquierda van más lejos, y le han exigido al jefe del Estado que, dada la acumulación de fracasos, debe convocar elecciones presidenciales anticipadas. Pero no está claro que ese paso, además de constitucionalmente complicado, no vaya a ahondar en la inestabilidad antes de resolver la gobernabilidad parlamentaria.
Lo cierto es que resulta difícil no achacarle a Macron la mayor parte de la culpa de esta parálisis gubernativa.
Porque fue él quien, tras las elecciones europeas de 2024, apostó por disolver la Asamblea con la ambición de reforzar su posición frente al avance de los de Marine Le Pen, que obtuvieron una victoria contundente en esos comicios.
Esa jugada, lejos de afianzarlo, lo dejó ante un Parlamento fragmentado y sin aliados seguros.
Su evidente error estratégico hace que sus intentos por eludir toda responsabilidad (alegando que él no puede controlar las filias y fobias partidistas) resulten ya difíciles de digerir para los franceses.
Por otro lado, la idea de que un primer ministro que ya ha fracasado pueda restaurar la confianza en 48 horas resulta ilusoria.
Ya no se trata sólo de encontrar un nombre capaz de pactar, sino de redefinir las reglas del juego político en Francia.
La fortaleza del sistema semipresidencialista de la V República fue lo que garantizó en sus orígenes un orden político estable. Pero cuando se da la pinza entre un presidente que aprovecha su posición de fuerza para no asumir responsabilidades, y un Parlamento fragmentado que impide que el Ejecutivo actúe, ese mismo sistema acaba ejerciendo como motor de inestabilidad.
Francia está obligada a transitar ahora una senda dolorosa: reorganizar su arquitectura política y su estructura económica con reformas profundas. Y a hacerlo en el peor de los escenarios posibles: un ecosistema político gripado por los vetos cruzados.
Si Macron no asume ese desafío con humildad y con voluntad real de cambiar el sistema, este ciclo de colapsos no hará sino reproducirse una y otra vez.