- El catastrófico error de Emmanuel Macron se gestó en su primer mandato: cuando una mayoría parlamentaria y social extraordinaria ponía en sus manos la reforma constitucional que una Francia al borde del colapso económico y político hacía inaplazable. Pudo llevarla a cabo. No se atrevió
Dos ex primeros ministros de Emmanuel Macron expresaban ayer, más aún que su desacuerdo, su estupor ante la deriva sin brújula del presidente francés. Édouard Philippe fue, entre 2017 y 2020, el primero y, con seguridad, el más competente de sus primeros hombres de confianza. Gabriel Attal, durante siete meses y veintisiete días fue el más joven jefe de gobierno en la historia de Francia: el desastre electoral de 2024 puso fin a su carrera, acababa de cumplir treinta y cinco años.
Los dos se quejan de lo mismo: la ceguera del antaño tan lúcido Macron para constatar lo inexorable. El proyecto que llevó a la presidencia a un joven de formación académica y trayectoria profesional deslumbrantes había fracasado. Sin posibilidad de arreglo.
«El presidente debe tomar la decisión que corresponde a la altura de sus funciones. Debe adoptar un presupuesto, nombrar un gobierno. Y es necesario que anuncie la puesta en marcha de una elección presidencial anticipada», reclama Philippe. «Es un modo de comportarse que lo honraría». Attal es más duro en su juicio: «No comprendo ya las decisiones del presidente de la República. Hubo primero la disolución parlamentaria y, a continuación, decisiones que dan la impresión de una especie de encarnizamiento en el empeño de conservar el poder».
No es fácil entender esa confrontación entre un presidente y quienes fueron sus hombres de más alta confianza, si uno no tiene a la vista las peculiaridades de la Quinta República Francesa: la instaurada por el general De Gaulle sobre unos presupuestos sin equivalentes en Europa. Y cuya inspiración buscó el general fundar directamente en el modelo de los Estados Unidos.
En las democracias europeas, la Jefatura del Estado (ya recaiga sobre un Rey, ya sobre un Presidente de la República) tiene sólo función simbólica: garantiza la continuidad imaginaria de la nación, materializa su sistema cerrado de valores, mitos y leyendas. A la Jefatura del Gobierno corresponden en exclusiva todas las instancias ejecutivas del Estado. La constitución ideada por De Gaulle rompe con eso. Y hace de la Presidencia exactamente lo que es en los Estados Unidos: una monarquía absoluta, electiva y transitoria. Sobre el presidente de la República recae toda la potestad –y toda la responsabilidad– de la actuación política. Y el jefe del gobierno no es más que el «primero» entre los ministros: el que vehicula las órdenes presidenciales. Al cabo, un eslabón en la cadena de mando. No hay conflicto en esa jerarquía: un primer ministro se pliega a los dictados del presidente o bien se vuelve a casa.
El sistema, asentado sobre la elección separada de presidente y parlamento –esencial en la división plena de poderes–, requería una ley electoral muy rígida, para evitar las fragmentaciones que atormentaron a la fracasada Cuarta República. Se ideó así un sistema electoral de doble vuelta, que privaba a los partidos menores de presencia parlamentaria alguna. Esa exclusión tenía, en 1958, un doble objetivo: la izquierda y la derecha radicales. Su primera diana fue un Partido Comunista que, en Francia, llegó a rondar el 20 % de los votos sin alcanzar jamás peso relevante en el parlamento. A partir de los años 80, fue la extrema derecha de Jean-Marie Le Pen la que, tras devorar en las periferias el voto obrero del Partido Comunista, comenzó a progresar electoralmente sin llegar a acceder al Parlamento. Hasta que, durante los años de Mitterrand, acabó por cristalizar aquella vulnerabilidad que los analistas venían previendo: cuando un partido logra saltar la barrera que lo excluía electoralmente, es el la red de partidos que lo excluía la que pasa a verse excluida. Y toda la relojería de la Quinta República quedó trabada. Hasta hoy.
El catastrófico error de Emmanuel Macron se gestó en su primer mandato: cuando una mayoría parlamentaria y social extraordinaria ponía en sus manos la reforma constitucional que una Francia al borde del colapso económico y político hacía inaplazable. Pudo llevarla a cabo. No se atrevió. Salir del modelo estatalista que ha sido el de Francia desde 1848, exige afrontar resistencias a las que ningún político francés ha estado seguro de sobrevivir, desde que la «desregulación» fue acordada por Kohl y Mitterrand en 1992 como fundamento constituyente de la Unión Europea.
Hoy, Francia acumula la deuda más imposible de toda Europa, una ley electoral que impide formar gobiernos estables, una Constitución agotada, unos dirigentes políticos atónitos… Puede que a Emmanuel Macron lo aterrorice la hipótesis de asistir, en la segunda vuelta de las próximas presidenciales, a un duelo entre Marine Le Pen y Jean-Luc Mélenchon : dos variedades de suicidio. Pero negar la realidad que te golpea conduce sólo a que la realidad te golpee más fuerte.