• El silencio rodea a aquellas que no tenían relación con ETA. Ni las instituciones ni la sociedad civil las recuerdan

Consuelo Ordoñez-El Debate

Los GAL forman parte de una de las páginas más oscuras de nuestra democracia. Pero todavía más oscuro resulta el silencio que rodea a algunas de sus víctimas, aquellas que no tenían relación con ETA y que, precisamente por ello, siempre han sido invisibles. Si preguntáramos hoy a cualquier ciudadano el nombre de una víctima inocente de los GAL, la respuesta sería el silencio. ¿Quién recuerda a Robert Edouard Caplanne, Benoit Pecastaing, Claude Doer o Emile Weiss? Nadie. Sus vidas fueron segadas con la misma crueldad que las demás, pero sus nombres e historias se han perdido en un silencio atronador. Ni las instituciones españolas, ni las francesas, ni las vascas, ni la sociedad civil los recuerdan. Solo sus familias y yo, en mis redes sociales, los honramos en los aniversarios de sus atentados. Las víctimas inocentes de los GAL han sufrido el abandono social, político e institucional más absoluto.

La ignominia es aún mayor si recordamos que los GAL no fueron una banda terrorista más. Nacieron de las entrañas del propio Estado, que se degradó hasta usar los mismos métodos de terror que decía combatir. Los que hemos sufrido el terrorismo nunca hemos defendido la pena de muerte ni el terrorismo como respuesta al terrorismo. Nuestra posición es clara: detener, juzgar con todas las garantías de un Estado de Derecho y condenar a los culpables. La violencia política, venga de ETA, de los GAL o de un régimen dictatorial, nunca es aceptable. El Estado tiene el monopolio de la violencia legítima, pero este solo es legítimo cuando se ejerce conforme a la ley y con garantías democráticas. Esa ha sido siempre la postura de Covite, que desde su fundación el 28 de noviembre de 1998 ha acompañado y reconocido a las víctimas de los GAL con la misma convicción que a las de ETA o de cualquier otro terrorismo.

Los GAL asesinaron a 27 personas entre 1983 y 1987. Aproximadamente la mitad pertenecían a ETA o a su entorno. Con las demás, simplemente ‘se equivocaron’, como si existieran equivocaciones aceptables cuando se trata de arrebatar la vida de otros seres humanos. Esas víctimas inocentes han quedado relegadas al olvido porque no sirven a ningún relato político. La izquierda abertzale nunca las ha reivindicado, igual que ignora deliberadamente a las víctimas del franquismo que no fueron etarras. En su memoria selectiva solo caben quienes sirven para legitimar a ETA como un supuesto movimiento de liberación del pueblo vasco, una falsedad repetida hasta la saciedad.

Con las víctimas de los GAL que pertenecieron a ETA se plantea un dilema moral complejo, similar al que encontramos en otros casos de victimarios-víctimas. ¿Cómo debemos recordarlas? En Covite lo tenemos claro: condenamos su asesinato, como condenamos cualquier asesinato, pero no consideramos que sus trayectorias vitales merezcan homenajes públicos. De la misma forma que no los merecen víctimas de ETA como Carrero Blanco o Melitón Manzanas, que fueron victimarios del franquismo antes de morir asesinados, tampoco los merecen los miembros de ETA asesinados por los GAL. La memoria debe ser clara: la condena del crimen nunca puede servir para glorificar a quienes ejercieron la violencia.

Resulta perturbador comprobar que algunas instituciones públicas vascas no exhiben esta claridad. Con motivo del 40º aniversario del atentado de los GAL en el hotel Monbar, en el que fueron asesinados cuatro miembros de ETA, el Instituto de la Memoria Gogora ha organizado una exposición centrada en este atentado y, por extensión, en lo que fueron los GAL. Aunque el catálogo recoge a todas sus víctimas, el protagonismo recae en estas cuatro, que encarnan la doble condición de victimarios y víctimas. Mientras tanto, las víctimas inocentes de los GAL, muchas de las cuales también fueron asesinadas hace 40 años -y, por tanto, tienen aniversarios ‘redondos’-, siguen condenadas al olvido.

El desatino va más allá. Como complemento a la exposición, Gogora convocó ayer un coloquio en el que participó Ainara Esteran como representante de las familias de las víctimas. Esteran fue condenada en 2003 por pertenencia al comando Madrid de ETA. Nunca ha mostrado arrepentimiento ni ha condenado la trayectoria terrorista de la organización a la que perteneció. ¿Con qué autoridad moral puede dar lecciones de memoria alguien que no ha condenado la misma violencia que sufrieron las víctimas a las que dice representar?

La comparación es inevitable: ¿se invitaría a un franquista orgulloso de serlo a hablar en nombre de Carrero Blanco o Melitón Manzanas? Sería un disparate. Condenar sus asesinatos es una obligación moral, pero reivindicar sus figuras es inaceptable. Hay límites que resultan muy nítidos en ciertos casos de violencia política, pero que a su vez se vuelven difusos para una parte de la sociedad vasca y navarra cuando se trata de ETA.