Tonia Etxarri-El Correo
Poco antes de que comenzara la Cumbre por la Paz en Egipto, los terroristas de Hamás empezaron a soltar a los veinte rehenes israelíes que han logrado sobrevivir durante estos dos años de angustia, torturas y vejaciones privados de libertad. Incluido Evyatar David, el rehén que se vio obligado por sus captores a cavar, muerto ya de hambre, su propia tumba. A cambio, la excarcelación de 250 presos terroristas que cumplían cadena perpetua, junto a otros 1.718 implicados en la matanza del 7 de octubre.
Si el despliegue de toda una legión de gobernantes extranjeros desplazada a la ceremonia de la firma del plan de paz entre Israel y Hamás tenía algún sentido era darle al momento la importancia y trascendencia del acuerdo. A pesar de las dificultades. A pesar de las reticencias ante los futuros comportamientos de quienes se van a ver desarmados, como Hamás, y privados de cualquier responsabilidad política y gubernamental en Gaza, así como de la reacción del Gobierno de Israel ante cualquier movimiento hostil o tramposo por parte de sus enemigos eternos. Se trataba, pues, de transmitir que no estamos ante un paréntesis pero que hay que actuar con prudencia y moverse con pies de plomo.
El mérito de este recorrido corresponde a Egipto y Catar. En menor medida a Turquía y, sobre todo, a Donald Trump. Es el político del momento. Nos guste o no. El mismo personaje que ha logrado presionar a Israel y Hamás para llegar hasta el «amanecer histórico» en Oriente Próximo. El mismo que quiere que la OTAN expulse a España de su club y que, haciendo gala de su conocida veleidad, no tuvo ningún reparo en posar con Pedro Sánchez en el photocall del saludo de la jornada.
No es momento para colgarse medallas. Sobre todo por parte de quienes, como los ministros Albares o Bolaños, presumen de un protagonismo que España no ha tenido. Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, lejos de protestar por no haber participado en el inicio de las negociaciones, como reclamaban quienes desde la izquierda radical buscaban una excusa para desacreditar el pacto, avaló la trascendencia del acuerdo con su mera presencia.
La gran esperanza de tantos observadores es que, esta vez sí, se estén sentando las bases para una paz consolidada. Fue el 13 de marzo de 1996 cuando me encontraba en Sharm el Sheikh en un viaje de buceo, y me topé con la cumbre antiterrorista en la que participaron mandatarios de 27 países. Desde Arafat y Shimon Peres hasta Clinton y Felipe González. Era la respuesta a una ola de atentados de Hamás en territorio israelí. Escuché a un colega transmitiendo su crónica por teléfono diciendo: «Tendrán que pasar 30 años para que este acuerdo desemboque en una aplicación real de una paz duradera». Ha pasado ya ese tiempo. Lo que se firmó ayer fue la primera parte del plan de Trump. Tendrán que convencer a Hamás de que la entrega de sus armas es el precio de su derrota militar y de la incuria de su gestión en Gaza desde hace 18 años. También Israel deberá renunciar a su ocupación permanente de Gaza y aceptar un horizonte político para los palestinos. Todo un reto. Ayer se volvió a poner la primera piedra. Otra vez.