César Antonio Molina-ABC
- «Los jóvenes utilizan ya unos medios tecnológicos, como nativos digitales, para los que la vejez no está preparada ni física ni mentalmente. Las generaciones más longevas se sienten solas y desamparadas en medio de un mundo que no llegan a comprender»
NO podemos iniciar ningún texto referido a la vejez sin citar ‘De senectutem’ de Cicerón. «Quansenectutem ut adipiscantur omnes optant, eademaccusant adepti». Es decir, todos quieren llegar a la vejez y luego protestan cuando llegan. La vejez es el ático de la vida. La vejez era alta, notoria y venerable. Probablemente todo lo que hoy no es en nuestra sociedad deshumanizada. Sobre todo en el respeto a lo venerable. Y el ejemplo lo tenemos muy cerca de nosotros en el tiempo: lo que aconteció durante la pandemia. Ante la escasez de medios sanitarios, ¿quiénes fueron sacrificados?, ¿es que acaso las personas mayores no eran ciudadanos con los mismos derechos que el resto?, ¿es que acaso las personas mayores no pagaban sus impuestos? ¿Por qué se eligió a unos sobre los otros? Yo no haría una causa jurídica sobre estos tan dolorosos acontecimientos, pero sí pediría unas explicaciones que todavía no se han dado porque nuestras sociedades occidentales prefieren olvidar o ignorar lo malo de su sociedad del bienestar.
Cuando llega la senectud una de las grandes preguntas es: ¿hubiera sido mejor el no haber nacido? Salomón ya se lo había preguntado a sí mismo, y en el Eclesiastés se afirma que el no nacer provoca el desconocimiento de las malas obras que han hecho los hombres bajo el sol. No nacer o morir pronto escribe Cicerón en las ‘Tusculanas’. San Pablo iba más allá: «Yo muero cada día». En lo que sí habían coincidido casi todos los filósofos y literatos es en que la ignorancia no era una parte de la senectud, pues la experiencia de cada persona a lo largo de su dilatada vida la ha hecho sabia a su manera. Esto siempre fue implícitamente respetado hasta muy cerca de nuestros días. Hoy ya no es así. Hoy las personas mayores viven en lo que yo he denominado como ‘ignorancia sobrevenida’. Hasta hace pocas décadas unas generaciones sucedían a las otras de una manera más o menos ordenada. Por este motivo el saber acumulado, la experiencia, se podía trasladar de los mayores a los jóvenes sin dolor. Hoy la brecha entre unos y otros está llegando a ser casi inalcanzable. Los jóvenes utilizan ya unos medios tecnológicos, como nativos digitales, para los que la vejez no está preparada ni física ni mentalmente. ¿Cómo una persona a partir de los sesenta años o poco más puede manejar todos los instrumentos de las nuevas tecnologías? El saber, el conocimiento, la experiencia humanística, ya no valen para nada útil. Como sabemos, la inteligencia humana está siendo superada por la artificial. Así las generaciones más longevas, incluso aquellas que han tenido una mejor formación académica y han realizado a lo largo de su vida profesiones importantes, ahora se sienten solas y desamparadas en medio de un mundo que no llegan a comprender e identificarse con él.
El saber y el conocimiento acarreado durante toda una vida ya no vale. Ya no vale el haber sido un gran profesor, médico, abogado o arquitecto si no se es capaz de manejar bien la tecnología para ahora ser un buen empleado bancario o de cualquier empresa privada o pública. Las personas mayores, en realidad toda la población, están siendo obligadas a hacer trabajos que no les corresponden. Haciendo estas labores se conculcan los derechos básicos de los individuos. Este tiempo que estamos viviendo, sobre todo las generaciones nacidas en la segunda mitad del siglo pasado, da miedo porque este sentimiento se manifiesta ante lo desconocido y lo que sabemos que nos supera por lo inmanejable para unas capacidades ya mermadas. Sí, gran parte de la población, aquella que ha cumplido su papel con la sociedad y lo ha hecho bien o incluso destacadamente, ahora se encuentra en medio de esta ‘ignorancia sobrevenida’ que lo humilla.
La senectud, la vejez, la jubilación después de tantos trabajos y sacrificios, era un tiempo de alegría y disfrute. La lucha por la vida se había ya satisfecho sin ningún dolor infligido a los demás, los temores se habían disipado y había esa alegría para afrontar el final con el deber cumplido. Hoy, insisto, no es así. Los bancos, además de disponer de todos nuestros escasos ahorros, nos utilizan como si fuéramos empleados suyos y no al revés. Quienes atienden a las personas mayores, por lo general, los maltratan y les recriminan por no saber resolver esas cuestiones. Evidentemente este supuesto ‘progreso’ no puede ser detenido, pero lo que sí se debería hacer es un tránsito entre un mundo que está pasando y el otro que está llegando. El mundo de las tecnologías por el cual nos estamos deslizando no es un mero cambio asumible por todas las generaciones, sino una revolución jamás llevada a cabo en los siglos. El arrojar a la ‘ignorancia sobrevenida’ a parte de la ciudadanía trae consecuencias sociales muy graves. Evitemos esa discriminación. Como escribe Alain Finkielkraut en su libro ‘La humanidad perdida’, ni siquiera es un hombre al que hay que aniquilar. Es un «no hombre». Son las personas mayores «no hombres» y «no mujeres» en este mundo que ya les cuesta manejar por su ‘ignorancia sobrevenida’.
En la senectud el individuo se va separando de la sociedad por múltiples razones, pero la sociedad no se debe separar de él. El individuo no se opone al núcleo comunitario, sino que es el resultado de una categoría social que le permite tenerse por importante e, incluso a veces, por necesario. A lo largo de los siglos no ha sido fácil la convivencia entre la individualidad y la dimensión social; entre el yo y el nosotros. En nuestros días la senectud es cada vez más ignorada y ha perdido prestigio porque en un mundo anestesiado la vejez representa lo que nadie quiere ser porque espera que el desarrollo tecnológico le evite ese estado.
Marx y Durkheim enumeraron cinco características fundamentales de la soledad: inestabilidad individual y social causada por una crisis de valores; impotencia del individuo frente al mundo; falta de sentido de la vida; la anomía; el aislamiento y el auto-extrañamiento. Todas estas características las disfrutan hoy las gentes mayores. Los valores sobre los cuales construyeron su existencia han sido demolidos y quedan al margen de los nuevos, todavía por construir. La impotencia de ese ciudadano por verse indefenso ante poderes que desconoce le provoca inseguridad. Hay millones de personas que están conectadas perpetuamente y, sin embargo, están solas.
La vulnerabilidad de las personas mayores por su ‘ignorancia sobrevenida’ supera a la del resto de las generaciones. En el fondo de todo esto también subyace una crisis existencial profunda. Y a ello ha contribuido la desaparición de los valores tradicionales.
El gran novelista francés Céline, habiendo ya entrado en la sesentena, confesó (y él era médico) que estaba mutilado en un 70 por ciento de su cuerpo. Y no por ninguna guerra, sino por la propia edad. En nuestros días, casi un siglo después, ese tanto por ciento podríamos reducirlo mucho, pero el caso es que la senectud es un tiempo en el cual no se está en plena forma, por lo que no se les puede exigir a los mayores las burocracias tecnológicas. Es una falta de respeto inconmensurable. Cicerón habla de la apatía y pereza de la vejez. Yo hablaría de la vagancia. Pero no referida al no hacer nada sino al vagar de la mente por las fronteras entre el pensamiento y la memoria. La vejez es una época del vagar, no con nuestros pies, sino con nuestra cabeza.