Manuel Montero-El Correo
- La derrota del terrorismo no fue seguida por la exigencia democrática del final de las atrocidades ideológicas y de los deseos de reventar la convivencia
Estamos acostumbrados a lamentar deficiencias en los procesos de desnazificación que se dieron en Alemania o en Austria tras la Segunda Guerra Mundial. Forma parte de nuestra cultura literaria y cinematográfica el antiguo nazi que superó las revisiones y prosperó después, resultando unos canallas invulnerables. Es un lugar común suponer que casos como estos forjaron una democratización deficiente en la que camparon a sus anchas gerifaltes y creyentes forjados en el nazismo. El espectador no cree que ese individuo pueda tener comportamientos aceptables. Le atribuimos, con razón, una formación política perversa, que incluye el desprecio a quienes no comparten su ideología, así como su aire supremacista.
Por lo mismo, añoramos el castigo al franquista. Como por razones cronológicas no es posible llevarlo a cabo, se revisan los símbolos públicos. Que no quede nada del pasado condenado. Condenamos a quien no lo condene. Queda manchado por sospecha de antidemócrata. Esta ‘purificación’ implica una visión moral según la cual toda culpa política debe ser expiada.
Entre nosotros hace furor la política destinada a expiar los pecados del pasado. Sin embargo, hay salvedades. No se ven afectadas todas las ideologías de este tipo. Algunas salen de rositas, pese a su tradición de agresividad antidemocrática.
Durante los ‘años de plomo’, un sector de la sociedad vasca asumió una ideología totalitaria, que intentó imponerse por la fuerza de las armas. Se dieron todos los componentes de planteamientos de este tipo: intransigencia, desprecio al discordante, empleo de la violencia para reventar la democracia, apoyos sociales a los asesinos y a los asesinatos…
Todo el brutal elenco del totalitarismo, incluyendo la fascinación por la violencia, el desprecio por el pluralismo, las movilizaciones agresivas, el acoso social al diferente, con indiferencia (o satisfacción) si el señalado optaba por marcharse o desaparecer socialmente. La capacidad de estigmatizar colectivamente fue una manifestación destacada de este fanatismo, una muestra de la barbarización que campó a sus anchas en la sociedad vasca.
El entorno del terrorismo no solo le proporcionó apoyos sociales; también gestó marcos de pensamiento e interpretación del mundo que sobreviven y que se caracterizan por su ferocidad prepolítica. «Hasta que todos estén en casa. Viva nosotros. Vivan los nuestros», la jaculatoria batasuna del concejal ¡de Convivencia! de Pamplona, expresa bien la principal ambición ideológica de esta gente.
La perversión histórica del caso vasco es que nunca se ha producido algo parecido a una desnazificación, la renuncia expresa y sistemática a los rasgos bárbaros y excluyentes de quienes apoyaron el terrorismo. No evolucionaron hacia concepciones democráticas que reprobaran sus prácticas anteriores ni mostraron arrepentimiento por los apoyos al terror, por el impulso de una violencia social o por sus amenazas a parte de la población. No hubo rectificaciones ni pidieron perdón por los crímenes. Ni se renegó de este pasado.
Sus sucesores no son solo sus sucesores, pues ellos mismos, quienes jalearon el terror, siguen en el machito. La coyuntura les fuerza a no exhibir con la frecuencia de antaño las concepciones brutales, pero no hay noticia de que propongan alguna reparación. Día a día reafirman sus conceptos sectarios, negándose incluso a considerar que ETA fue un grupo terrorista. ¿Sucede que no quieren ver? Más bien buscan ofuscarnos a todos. En el país de los ciegos el tuerto es rey, pensarán.
«Tenemos a 200 presos en la cárcel y si para sacarlos hay que votar los Presupuestos, pues los votamos», dijo Otegi. Y se oyó como quien oye llover. Vale todo.
En los últimos veinte años la doctrina batasuna se ha asentado y ha prosperado más que la creencia en el pluralismo y en una democracia que repudie el terror. No solo eso: amplios sectores de la política nacional los blanquean, presentándolos como un baluarte actual de la democracia, pese a su hostilidad al régimen constitucional.
«Sólo ETA cumplió con la hoja de ruta hacia la paz», dicen en Bildu como si tal cosa. Ni en la política, ni en los medios de comunicación, ni en la educación se ha dado un paso para desbarbarizar la sociedad. No ha habido arrepentimiento, petición de perdón, propósito de la enmienda, sino afirmación en los criterios intolerantes. De forma insólita, aquí la derrota del terrorismo, que tuvo que abandonar por perder su capacidad mortífera, no fue seguida por la exigencia democrática del final de las atrocidades ideológicas y de los deseos de reventar la convivencia. Su interpretación de lo sucedido sobrevivió, pese a basarse en un relato delirante que identificaba el ataque terrorista a la sociedad con una ficticia guerra en la que los vascos respondían a una agresión.