La huelga «pro-Palestina» de este miércoles ha derivado en disturbios y en enfrentamientos con la policía en Barcelona, y hasta en el corte de algunas carreteras que han afectado a la circulación en los accesos a la ciudad.
Estas protestas parecen ignorar un hecho elemental: hace apenas unos días se alcanzó un acuerdo de paz en Gaza, que incluye el cese de las hostilidades, la retirada parcial de tropas y el regreso de los rehenes.
El conflicto, al menos en su fase abierta más dramática, ha concluido, y con un amplio respaldo internacional. Pero se diría que quienes han incendiado las calles de Barcelona no han hecho acuse de recibo de esta innegable buena noticia.
Los sindicatos catalanes y nacionales decidieron mantener la huelga convocada antes del alto el fuego, incluso después de que se materializase el acuerdo y se consumase el intercambio de rehenes por presos palestinos este lunes.
El argumento es que ese acuerdo es «colonialista», incompleto y que la causa palestina exige una movilización continua. La CGT, IAC y otras organizaciones insisten en que lo logrado no basta: hablan de seguir «hasta el final de la ocupación».
Es evidente que el acuerdo forzado por Donald Trump plantea aún muchas incógnitas, y presenta defectos naturalmente sujetos a crítica.
Pero lo que no parece justificado es alterar el orden público y ponerse en huelga con las soflamas habituales (genocidio, colonialismo, ocupación, apartheid) como si nada hubiera ocurrido en las últimas semanas. Y como si el alto el fuego no respondiese ya a muchas de las demandas que durante meses se vienen planteando.
La perpetuación de este radicalismo acredita que gran parte de la izquierda propalestina no estaba tanto preocupada por lograr la paz en la Franja, ni por el bienestar de los palestinos, como interesada en hacer de Gaza una bandera identitaria con la que vehicular su antisemitismo.
No otra cosa se deduce del ataque con pirotecnia perpetrado por los violentos contra el consulado israelí en Barcelona.
La insistencia en convocar paros y agitar calles tras la paz invita a pensar que algunos habrían preferido que continuase la guerra a que haya cesado la masacre de palestinos.
Tal es la frivolidad del activismo de salón que ha quedado testimoniada igualmente en episodios como el de la Flotilla. Los últimos mohicanos del palestinismo parecen no haberse enterado, o no quieren enterarse, de que la guerra ha terminado.
Recuerdan al caso del soldado japonés que permaneció escondido y en actitud de combate en la selva de Filipinas durante muchos años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, al no creer que el conflicto hubiera terminado.
Quienes consideran el alto el fuego en Gaza como un «insulto» y una «distracción», plantándose en sus exigencias de boicotear y romper relaciones diplomáticas con Israel, sólo demuestran una ciega obstinación ideológica en una narrativa que requiere de un conflicto continuo para poder sostenerse.