Ignacio Camacho-ABC

  • En la política contemporánea la verdad está sobrevalorada y el engaño despenalizado por una ética de la razón pragmática

Anda mi querido Teodoro León, compañero y sin embargo amigo como decía Tico Medina, estupefacto y escandalizado ante el desparpajo con que Sánchez suelta sus mentiras sin el más mínimo pudor ni reparo en ofender la inteligencia de la ciudadanía. Está en boga la tesis de que la condición falsaria del presidente responde a la célebre ‘tríada oscura’ descrita en los manuales de psicología: psicopatía, maquiavelismo y trastorno narcisista. Pero uno añadiría a esos factores el manejo consciente del embuste como herramienta propagandística, fruto y consecuencia de la convicción –cierta– de que la polarización social y política otorga indulgencia plena a eso que Trump llamó «realidades alternativas» fabricadas para el consumo partidista.

Teodoro, que ha teorizado sobre la ‘posverdad’ con precisión académica, conoce bien la importancia de este marco mental en la política moderna. El liderazgo populista se basa en la certeza de que sus partidarios van a aceptar cualquier falacia que les convenga porque se han instalado en una trinchera ideológica previa. Por supuesto son conscientes de que la palabra de su dirigente de referencia es una mera carcasa hueca, pero la dan por buena porque consideran que es otra forma más de enfrentarse al adversario, en este caso a la derecha. Y ésta, a su vez, se desespera al ver que la primera mentira escandaliza, la segunda desconcierta y a partir de la tercera produce el efecto rutinario de un trueno en una tormenta.

En España se dice que Pedro miente como se dice que el caballo relincha, el gato maúlla o el gallo canta. Un fenómeno natural que a fuerza de repetición genera costumbre y acaba por carecer de importancia. El gran éxito del sanchismo, la normalización de la anomalía, empezó por la despenalización moral del engaño y su conversión en una suerte de razón pragmática. Cuando se trata de conservar el poder no conviene pararse en barras ni miramientos convencionales propios de la tradición democrática. La verdad está sobrevalorada en la política contemporánea, concebida como una batalla a cara de perro donde queda descartada toda formalidad reglamentaria.

En ese contexto de ausencia de prejuicios, de ningún modo cabe descartar que Sánchez haya llegado a convencerse a sí mismo de la irrelevancia del juego limpio. Hay muy poca distancia entre la impostura y el delirio, y el relativismo ético imperante ha invertido la connotación negativa del término ‘cínico’ rodeándolo de un halo ponderativo. Con todo, el problema real es que el vínculo de confianza racional entre representantes y representados ha quedado abolido, suplantado por sentimientos de afinidad grupal asentados sobre instintos. En un sistema de opinión pública subvertido por el populismo no se habla para convencer sino para convencidos. Y así es posible elegir como primer ministro a un tipo sin escrúpulos ni modales ni principios.