Antonio Rivera-El Correo
- No hay ventana de oportunidad para que esta violencia callejera cobre forma terrorista pero es necesario un esfuerzo social para erradicarla
De la refriega del pasado 12 de octubre en Vitoria entre falangistas llegados para la ocasión y antifascistas autóctonos surge la pregunta de qué fue y es de la cultura de violencia arraigada en el país tras medio siglo de terrorismo. La verdad es que las huestes locales, ataviadas a la usanza del ‘black bloc’ europeo, aguantaron malamente el choque con los fascistas hispanos, saliendo rebotados hacia la Ertzaintza, que les recibió con ganas después de que se hubieran empleado contra esta en la primera parte de la escaramuza. Los ‘gutarrak’ desafían sin miedo a la policía regional, pero flaquean en el cuerpo a cuerpo con sus homólogos forasteros. Una cuestión a tener en cuenta.
Decenios de ‘kale borroka’ y terrorismo han dejado un poso justificador de la violencia muy penetrado en algunos sectores. Quienes políticamente los abanderaban han dejado atrás ese «ciclo histórico y su función», y ahora piden a sus cachorros competidores demostraciones de fuerza unitaria, masiva y pacífica contra el fascismo. Estos otros, educados por sus mayores en aquello de que una pedrada (o un cóctel) vale por cien explicaciones (o pasquines) no se resignan a abandonar un método de acción tan eficaz.
El terrorismo y ETA desaparecieron, pero la cultura de la violencia sigue ahí, y los prejuicios, lugares comunes, presupuestos y objetivos compartidos que la justificaron no han cambiado en lo sustancial; solo algunos han variado de estrategia y ciclo histórico a la vista de dónde les llevaban estos. Quienes ahora levantan la bandera de un paleocomunismo postnacionalista les reprochan su adaptación a las alfombras institucionales, pero el problema es que ni unos ni mucho menos los otros toman la violencia como lo que es: un camino perverso. De lo anacrónico y demostradamente nefasto del comunismo de estos jóvenes se hablará en otra ocasión. Transitan un camino ya recorrido, del que conocemos sus resultados. ¡Para qué madrugamos los historiadores!
De manera que debemos acostumbrarnos todavía a tener a cada poco una demostración de violencia callejera. Son muchos años, es mucha su legitimidad social por pasiva (‘se defendían’, se escuchó estos días), no hay esfuerzo compartido por acabar con esa lógica y, al fin y al cabo, es la misma que alienta manifestaciones de violencia en todo el orbe liberal capitalista: en Europa, en Estados Unidos o en cualquier ciudad occidental.
Y esto es muy distinto de la violencia terrorista, sea en su formato especializado (el de la banda) o el de menor intensidad (nuestra ‘kale borroka’). En ese caso, el que hemos conocido aquí, hay una organización que no solo acude a la violencia, sino que la establece como eje articulador de su estrategia y procedimiento. Siendo instrumental también, la violencia terrorista adopta una centralidad diferente a otras. La organización armada diseña y disciplina la violencia subsidiaria. No hubo una ‘kale borroka’ como efecto espontáneo del descontento social. Estaba programada y alineada con los objetivos de ETA. En la actualidad, por diferentes razones, no hay esa ventana de oportunidad para que esta violencia callejera cobre la forma de violencia terrorista.
Ello no hace menos preocupante lo que a cada poco ocurre, y debería estimular un debate y un esfuerzo social por erradicar la violencia, la presente y futura, y la que algunos sostuvieron antes. Pero esto que vimos el pasado domingo está a años luz de lo que veíamos antes de 2011. Es bueno poner cada cosa en su sitio para poder obrar en consecuencia.