Rebeca Argudo-ABC

  • El debate es la manera más eficaz de avanzar en el conocimiento

El cambio climático no admite debate, el genocidio en Gaza no admite debate, el aborto no admite debate. Hay temas que, para los que siempre están en el lado bueno de la historia, no admiten discusión. Y si son los asuntos polémicos, aquellos en los que no hay consenso, los que no admiten debate, se acabó lo que se daba: el debate no admite debate. No vamos a ponernos a debatir sobre aquello en lo que estamos de acuerdo, sobre si el agua moja o el cielo es azul. Aunque ya nos advirtió Chesterton de que llegaría el día en que nos veríamos obligados a desenvainar una espada para poder afirmar que el pasto es verde. Ahora ya hay temas, los que determine la moralidad hegemónica, que no admiten discusión. Son así y punto. Y coinciden misteriosamente con el asunto concreto que sirva en ese momento preciso para desviar la atención del nuevo escándalo conocido, el más reciente, que salpique al entorno más cercano al presidente. Serendipia.

No me quiero detener en esa utilización personalista de todo el aparato de gobierno, de las instituciones y de sus medios, ni de cómo se ha articulado un artefacto de sincronía milimétrica que, a modo de espejito mágico de la madrastra, devuelve a Sánchez el reflejo deseado, una foto de Instagram con el filtro belleza a topísimo que le acaricie el lomo, que no lo altere. Daría para otra columna, es cierto, pero yo hoy de lo que quiero hablar es del peligro de demonizar el debate y la discusión, de aspirar a cerrar los temas en los que no hay consenso de manera autoritaria, de imponer quién puede y quién no opinar. Precisamente discutir, en su primera y gloriosa acepción –dicho de dos o más personas: examinar atenta y particularmente una materia– es especialmente útil cuando los intervinientes no están de acuerdo, en todo o en parte. Y el debate, esa versión quizá menos acalorada, más ordenada, de la discusión es, a mi entender, la manera más eficaz de avanzar en el conocimiento.

Decía John Stuart Mill que tener por cierta una proposición mientras haya alguien que negaría su certidumbre si se le permitiera (pero no se le permite) es afirmar que somos nosotros y los que piensan como nosotros los únicos jueces válidos de la certidumbre, sin necesidad siquiera de escuchar a la parte contraria. Eso es exactamente lo que se hace cuando se cierra un debate antes siquiera de permitirlo, cuando se certifica –moralidad mediante– que hay cosas que no admiten discusión: se está diciendo que solo ellos, los que no están dispuestos a escuchar al que discrepa, están en lo cierto y pueden determinar lo que lo es y lo que no. Y, si de lo que se tratara fuese de un acercamiento honesto a la verdad, no se entiende que alguien realmente preocupado por el bien común pueda negarse a escuchar lo que otro, igualmente preocupado, pueda decir y aportar. A no ser que estemos ante un fanático cegado por su ideología. Y entonces nada nos garantiza que cualquier día pueda defender con el mismo empeño que el prado no es verde y chimpún. Y nosotros aquí, dispuestos a debatir y sin sable que desenvainar.