Amaia Fano-El Correo

Desde que Donald Trump, Javier Milei o Isabel Díaz Ayuso demostraron que el exabrupto y la hipérbole resultan útiles para ganar elecciones, la violencia en el discurso político ha ido en aumento. Algo que sucede también en la izquierda que, temiendo que el péndulo de la Historia vuelva a hacer de las suyas, parece haber optado por «la épica de las barricadas». Una retórica combativa que se intenta barnizar con consignas antifascistas, pero que coquetea con el guerracivilismo, de manera irresponsable y antidemocrática.

Basta repasar las declaraciones de algunos de sus líderes más destacados en las últimas semanas para notar cierta coincidencia en el alegato de exaltación de la resistencia ideológica que ha ido deslizándose hacia una jerga desacomplejada, más propia de agitadores. Y no me refiero solo al desafío lanzado por Pablo Iglesias al PSOE, ofreciéndose para «reventar» juntos a la derecha y frenar así a sus «activos políticos» dentro del Estado, algo para lo que se requiere «tener agallas», dijo. Sin precisar el sentido y el alcance de su propuesta, ni a quién va dirigida la amenaza. ¿A jueces? ¿A policías? ¿A políticos? Iglesias no lo aclara. Pero no duda en azuzar el enfrentamiento civil, como si fuera casi un deber democrático. Una estrategia propia de los populismos más extremistas.

En la misma línea, líderes como Arnaldo Otegi (o Gabriel Rufián) alertan de que «cuando los fascistas llaman a la puerta, no hay otra prioridad que pararlos». Mientras Pello Otxandiano se indigna por la comparativa entre falangistas y antifascistas, aunque la violencia ejercida por ambos, en sus acciones de guerrilla urbana, sea en esencia la misma. Y, para completar el tríptico, Pedro Sánchez acusa a la derecha tradicional de haber «comprado el paquete completo» de la extrema derecha, antes de repetir el mantra de «ni un paso atrás» y entonar el himno de la resistencia partisana (el Bella Ciao).

Se apela a la memoria histórica y al miedo a una ola reaccionaria para movilizar al electorado de izquierda. Pero este tipo de retórica no es inocente ni resulta inocua. En un contexto de tensión social, donde los grupos antisistema están cada vez más movilizados –como se vio en Gasteiz– llamar a «reventar» al rival político es combustible para el radicalismo y el equivalente a sembrar el odio que, como explica Eduardo Infante, es hoy una poderosa «herramienta de poder» que genera «audiencia mediática y adhesión política». La polarización que vivimos es, en opinión del escritor y filósofo, «el resultado de un proceso cuidadosamente orquestado». «Se fabrica mediante relatos que dividen el mundo en bandos irreconciliables, se alimenta con miedos selectivos y se pone al servicio de intereses concretos. Tras cada eslogan incendiario hay un cálculo meditado y, detrás de cada enemigo inventado, una estrategia…», observa.

Una apuesta peligrosa e imprudente. Porque, cuando se siembran el miedo y el odio en el cuerpo social, lo que se acaba cosechando es el caos. A menos que la batalla electoral ya se dé por perdida y sea eso lo que deliberadamente se persiga.