Agustín Ruiz Robledo-El Español

  • El proyecto gubernamental para constitucionalizar el aborto da un paso más en el abandono de la cultura de consenso, que mantenía al texto constitucional apartado de las trifulcas partidistas.

Estar lejos de España y algo cansado de nuestra triste política hace que llegue tarde al debate sobre la constitucionalización del aborto. Además, las numerosas y bien argumentadas reflexiones publicadas por mis colegas complican aportar algo nuevo.

Resumiendo esos análisis en un mensaje telegráfico (quizá demasiado simplificador), diría: tal como está ahora la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que entiende que el artículo 15 de la Constitución garantiza a la mujer el derecho fundamental de autodeterminación respecto a la interrupción voluntaria del embarazo, incluir el aborto en el artículo 43 —el relativo al derecho a la salud— debilita sus garantías y lo degrada.

Esto sólo se explica porque el procedimiento de reforma del artículo 15 resulta imposible de lograr y el proceso ordinario obliga al PP —con sus votos determinantes— a pronunciarse en un terreno donde se prevén contradicciones internas. Algo que los estrategas del PSOE creen que puede debilitar al principal partido de la oposición.

No quisiera repetir lo ya dicho. Preferiría —casi a hombros de gigantes— dejar atrás la técnica constitucional y las tácticas políticas ya perfectamente explicadas, para reflexionar sobre la cultura constitucional española. Para abordarla, debo remontarme al siglo XIX y a los orígenes del liberalismo.

Como es bien sabido, la Constitución de Cádiz de 1812 fue admirable, pero demasiada avanzada para su época. Tanto que perdió el apoyo de sectores que, sin ser estrictamente absolutistas, no se identificaban con su radicalismo. Por eso, cuando los progresistas tuvieron una segunda oportunidad en 1837, elaboraron una constitución pactada, asumible por todas las sensibilidades contrarias al despotismo.

Sin embargo, los moderados enterraron ese pacto en 1845 con su Constitución conservadora y, con ella, se perdió el sentido de elaborar textos asumibles por todas las corrientes constitucionalistas. A partir de ahí, España alternó entre constituciones progresistas y conservadoras, un péndulo que llegó incluso a la Constitución de 1931, orgullosamente calificada como de izquierdas por sus propios autores.

Los constituyentes de 1977-78 se dieron cuenta de que ese no era el camino y asumieron que la Constitución debía de ser de todos, un texto que permitiera la alternancia política, sin necesidad de cambiarlo o de retorcer su significado.

Ese consenso se proyectó en los procedimientos normativos: mayorías muy amplias para los grandes temas constitucionales de estructuración del Estado y mayorías ordinarias (absoluta o simple) para las políticas cotidianas. De ahí que una mayoría socialista pueda hacer, sin salirse de la Constitución, una política económica muy social y un partido de derechas, una liberal completamente constitucional.

Así se explican los diversos modelos de enseñanza, sanidad, etcétera.

Los primeros gobiernos democráticos mantuvieron este espíritu y el Estado autonómico se desarrolló por consenso. Como también ocurrió con la primera reforma constitucional de 1992, aprobada a iniciativa de todos los partidos relevantes.

Sin embargo, con el nuevo siglo, esta cultura de los dos tipos de acuerdos se fue debilitando.

El Estatuto catalán de 2006 se aprobó con sólo la mayoría formal constitucional, el primero sin consenso y arrastrando graves problemas constitucionales.

En la misma línea, en 2011, para establecer el límite del déficit público (art. 135 CE), los dos grandes partidos promovieron la segunda reforma constitucional, sin contar con los demás.

En 2024 repitieron la iniciativa con la tercera reforma, la del artículo 49, para introducir el término «discapacidad».

«¿Es aceptable ‘blindar’ en la Constitución cualquier derecho legal que nosotros consideremos muy importante, temiendo el triunfo de una mayoría contraria?»

Ahora, el proyecto gubernamental para constitucionalizar el aborto da un paso más en el abandono de la cultura de consenso, que mantenía al texto constitucional apartado de las trifulcas partidistas.

Ya no es sólo que la reforma se utilice como un arma política para debilitar al contrario. Los textos gubernamentales admiten que se trata de «blindar» el derecho al aborto.

¿Es esto leal con la Constitución de consenso? Dicho en términos kantianos del imperativo categórico: ¿es aceptable «blindar» en la Constitución cualquier derecho legal que nosotros consideremos muy importante, temiendo el triunfo de una mayoría contraria y a pesar de no haber incluido su reforma en nuestro programa electoral?

Antes de responder, conviene señalar que la presidenta de la Comunidad de Madrid tampoco está actuando lealmente en el plano constitucional al declarar que no creará el registro de sanitarios objetores de conciencia exigido por la Ley Orgánica de salud sexual.

Y ello aunque su actuación no innova, sino que sigue el ejemplo de muchas comunidades socialistas que se negaron a aplicar el Real Decreto-ley 16/2012 sobre la sostenibilidad del Sistema Nacional de Salud.

O incluso aunque se pueda decir que imita a la última presidenta de Andalucía, cuando en 2016 aprobó un decreto-ley reduciendo la jornada laboral de los funcionarios, inconstitucional desde el título a la sanción por invasión de las competencias del Estado, y luego le pidió al entonces presidente Rajoy que no lo recurriera.

Deslealtades de unos antes; de otros, ahora.
Volviendo a las reformas constitucionales concebidas para «blindar» normas susceptibles de derogación por adversarios futuros, hagamos un experimento mental kantiano para ver si esa conducta sirve como legislación universal.

«No se debe blindar constitucionalmente el aborto, como tampoco debería blindarse el libre mercado absoluto, ni ningún otro tema polémico que pueda afrontarse desde la legislación ordinaria»

En lugar de blindar el aborto, la sanidad pública o cualquier otro derecho social que la izquierda teme perder, imaginemos que unos rabiosos liberales quisieran «blindar» el libre mercado y eliminaran el nunca aplicado artículo 131 de la Constitución, que permite la planificación de «la actividad económica general».

Personalmente —y estando en la India— creo que tendría muchas ventajas: después de años de estancamiento, la economía india se disparó tras abandonar la planificación y abrazar el libre mercado en los años noventa (por cierto, las dos decisiones las adoptó el mismo partido, el del Congreso).

¿Sería entonces bueno derogar la planificación en la Constitución española? La respuesta debería ser la misma que cuando el asunto es «blindar» el aborto o cualquier otra política aceptada por unos y rechazada por otros.

Por muy liberal que uno sea (como es mi caso), la respuesta debe ser no. Conviene para la salud democrática de España que los defensores de la intervención estatal —equivocados según mi opinión— sepan que la Constitución permite legislar de acuerdo con su ideología.

Quizás algunos de los que desde la izquierda creen que hay que blindar todas sus políticas públicas, piensen que los que no lo vemos claro no es que estemos equivocados, es que somos malvados. Pero hablar de eso nos llevaría a otro tema, de filosofía moral, para él que ya no me queda espacio.

Dejémoslo en que todos somos demócratas y nos respetamos los unos a los otros.

Así las cosas, si no se debe blindar ni el aborto ni el libre mercado absoluto, ni ningún otro tema polémico que pueda afrontarse desde la legislación ordinaria, sólo se me ocurre una conclusión: por favor, políticos españoles, no sigáis la senda del Gobierno indio.

El gobierno de Narendra Modi, un día sí y el otro también (lo penúltimo, intentar controlar la comisión electoral) busca cómo extender su visión del mundo y su control social, hasta el punto de que ya ha merecido la etiqueta académica de “autocracia electoral”.

Aplicad la famosa frase atribuida a Voltaire a nuestra Lex legum: no estoy en absoluto de acuerdo con su política, pero dejaré la Constitución como está para que usted pueda hacerla si gana las elecciones.

*** Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada y Visiting Professor de la BITS Law School de Bombay.