- Me vienen a la cabeza los largos años a través de los cuales un grupo de ínfimos ciudadanos dio batalla judicial para pedir cuentas de los crímenes del Estado socialista. No me apetece ni siquiera recordar el acoso al cual fuimos sometidos
«Yo, que tantos hombres he sido…». Y el lector de Borges sabe que la «añoranza de Heráclito» de su apócrifo Gaspar Camerarius va a cerrarse en elegía de una ausencia: la que ambos poetas –el medieval y el que lo inventa en el siglo XX– imprimen en un nombre olvidado de mujer, Matilde Urbach. Juan Bonilla se rio lo suyo, hace unos años, fingiendo un rastreo bibliográfico del personaje, que algún necio erudito dio por moneda firme. Pero el título heraclíteo, que anuda los dos versos, y el apellido de la dama que los cierra (Ur-Bach, esto es, «torrente primigenio») son lo bastante transparentes: habla de ti el legendario autor de las Deliciae Poetarum Borussiae. Esto es, de nadie. Del nadie que todo hombre es: ceniza del tiempo, «presentes sucesiones de difunto», en lo que es la intuición metafísica más prodigiosa de toda la historia de la lengua española. Que lleva, por supuesto, el título de Un Heráclito cristiano.
Todos, como Camerarius, hemos sido tantos… Pocos de esos que fuimos nos interesan. Si es que queda en nosotros aún la chispa de locura de apropiarnos, como nuestras, las leyendas del tiempo que se nos ha ido. Aquellos que Gaspar Camerarius –aquellos que Borges– fue, son menos él que el más humilde verso de la Odisea: ese en el cual se narra la muerte de un perro viejo que busca el calor de la ceniza.
Leo, anteayer, que a un anciano gordito y fofo, que lleva el mismo nombre de aquel –menos gordo, pero bastante fofo– sobre quien, hace casi medio siglo, cayó la –nunca sentenciada– infamia de haber podido ser el «Señor X» de una banda de asesinos, le es concedida la condecoración que se dice a sí misma la más alta que sobre un corazón noble pueda recaer.
Me vienen a la cabeza los largos años a través de los cuales un grupo de ínfimos ciudadanos dio batalla judicial para pedir cuentas de los crímenes del Estado socialista. No me apetece ni siquiera recordar el acoso al cual fuimos sometidos todos y cada uno de los denunciantes: Fernando Salas, que dirigió jurídicamente la Acción Popular, pagó ese acoso especialmente caro. E incluso, ahora, la condena del ministro del Interior por un crimen indigno se me hace tan lejana que ya ni me conmueve. Me queda sólo la foto de su Presidente dándole una palmadita en la espalda para meterlo en el presidio y quedarse él fuera. Espero que esa foto siga, como lo hace hoy, disparando mi hilaridad hasta la última de mis horas. No habrá habido Matilde Urbach. Pero sí portón de la Cárcel de Guadalajara. Vaya lo uno por lo otro. Es mi «lamento de Heráclito». Quizá no tan memorable como el de Jorge Luis Borges. Seguro. Pero mucho más divertido.
El mismo día, y casi a la misma hora, en la que el nebuloso Señor X era elevado al Olimpo de los dioses menores a quienes sella el Chrysomallos, pellejo áureo de Jasón y sus Argonautas, otro presidente doblaba la postrer esquina. De la indignidad, en su caso. Pero, en el límite, ¿hay para un humano tanta diferencia entre el ascenso a lo deífico y la caída en lo abyecto? El que fue presidente de la República Francesa –que, para entendernos, vendría a ser en España, una fusión de Rey y Presidente del gobierno– entraba en una de las cárceles más duras de Europa: la viejísima Santé, que, en el centro de París, sigue escalofriando al paseante que se pierde por su distrito catorce. Por una nadería que en España daría risa: financiación solapada de campaña electoral. Al señor Ábalos, seguro que le divertiría. A aquellos que, desde Filesa y el venerable «convoluto Brunner», financiaron la omnipotencia del Boss de los ochenta, les hubiera alegrado bastante sus tiempos de cárcel. Era otro tiempo. Que ya no existe y que nadie recuerda. «Yo, que tantos hombres he sido…»
Hay países en los que aún los poderosos pagan. Y, después, hay España.