Ignacio Camacho-ABC

  • Si la contase con franqueza, la historia de Preysler contendría materiales muy valiosos para un cuadro de época

Este articulista tiene una vieja vocación frustrada, que es la de hacer de ‘negro’ en libros autobiográficos ajenos. «Escritor fantasma» lo llaman los anglosajones, siempre tan políticamente correctos. Pero si hubiese llegado a serlo sentiría otra frustración mayor, que es la de no poder publicar, y quizá ni siquiera saber, esos secretos auténticos que los personajes famosos prefieren o necesitan mantener en silencio. «Lo que tiene interés no lo puedo contar y lo que puedo contar no tiene interés», solía decir Sabino Fernández Campo cuando le preguntaban por qué no publicaba sus cotizados recuerdos, y así nos quedamos sin conocer los detalles de lo que pasó en la Zarzuela aquella crucial noche de febrero. ‘Casi unas memorias’, tituló las suyas el poeta y político (franquista y antifranquista) Dionisio Ridruejo, y en la elipsis implícita del adverbio quedaba expreso un paréntesis que era a la vez la confesión de no ser por completo sincero.

Un servidor no va a leer las memorias de Isabel Preysler, no porque tenga mucha lectura atrasada –’ars longa, vita brevis’ reza la traducción latina de la cita hipocrática– sino por pura indiferencia hacia el relato de una estatua. Eso es lo que ha sido la célebre reina del cuché en España, una cariátide cincelada con bisturí y colocada de fondo en algunos episodios de la alta sociedad contemporánea. Las esculturas son mudas por definición, aunque el mito de Pigmalión dotase a una de ellas de alma, y ‘la China’, como la llamaba Alfonso Guerra en los tiempos de su rivalidad con Boyer, sabe que su valor reside en lo que calla. Las crónicas del colorín de estos días recogen como máxima novedad la divulgación de unas cartas íntimas de Vargas Llosa que la familia del Nobel considera una suerte de venganza; si ése el cebo editorial más relevante, el resto no merece ni una ojeada. Dicho sea en su favor porque la discreción es lo menos que cabe esperar de una dama.

El memorialismo, género subjetivo en su misma naturaleza, sólo interesa cuando está escrito –o dictado– literalmente a tumba abierta, sin nada que encubrir ni que justificar, con la honestidad salvaje de un examen terminal de conciencia. En esos casos escasos hasta se pueden perdonar las miserias utilizadas como armas de un ajuste tardío de cuentas, siempre que estén respaldadas por pruebas de suficiente verosimilitud epistémica. Por lo general, sin embargo, se trata de mercancía averiada, autorretratos superficiales perfilados con exceso de cosmética en busca de un veredicto social de admiración, de respeto o de indulgencia. Morbo aparte, el testimonio de una mujer como Preysler, si estuviese dispuesta a hablar con franqueza de su ‘historia verdadera’, podría contener por su cercanía a personalidades relevantes materiales muy valiosos para un cuadro de época. Pero el talento literario no se pega, ni se puede modelar como la belleza.