- El lema «sólo el pueblo salva el pueblo» no es una peligrosa invitación a la antipolítica, sino una expansión de los horizontes de la política. La lección que puede extraerse de la dana es que ha sido un error dejar que el Estado monopolice toda la acción colectiva.
Transcurrido un año de la histórica dana que arrasó Valencia, queda claro que, al igual que ocurrió tras la pandemia, muchos han extraído la conclusiones equivocadas.
El argumentario del oficialismo, que han hecho también suyo muchos comentaristas no alineados con el Gobierno, reza que el estrepitoso fracaso de las Administraciones públicas en la gestión de la emergencia confirma, precisamente, la necesidad de reforzar la irreemplazable vis protectora del Estado.
Nada más peligroso, según este razonamiento, que la «antipolítica» que cundió entre los damnificados y tantos otros ciudadanos, encarnada en el motín de Paiporta, y que volvió a hacerse presente en los agrios insultos dirigidos contra los presidentes del Gobierno y la Generalitat en el «funeral» de este jueves. Su justa ira habría sido manipulada por una interesada campaña de desprestigio de las instituciones.
Pero esta cháchara cede ante la experiencia directa de los familiares de las víctimas y de la mayoría de españoles.
Lo que sintieron con nítida claridad fue no sólo la incompetencia y la venalidad de sus representantes, sino un desengaño fundamental con el presupuesto tácito al que cualquier Estado debe su legitimación: el amparo de sus ciudadanos.
De ahí que los guardianes del statu quo se hayan aplicado todo este tiempo a conjurar los interrogantes radicales sobre el mismo que brotaron a consecuencia del colapso multiorgánico del sistema antes, durante y después del temporal, reduciéndolos a enajenaciones antisistema excitadas por los demagogos.
Pero lo cierto es que las riadas hicieron aflorar el fracaso definitivo del Estado.
En primera instancia, el fracaso del Estado de las autonomías.
La descoordinación del caótico sistema de protección civil, parcelado entre distintos órganos y administraciones.
El parsimonioso sistema para solicitar ayuda al Estado central y decretar los poderes excepcionales.
Los morosos protocolos para el envío de las fuerzas de salvamento.
Y tantos otros insumos que suministraron un aval definitivo a las inveteradas advertencias sobre este modelo cantonalista de descentralización, del que se repitió que sólo traería costosas duplicidades administrativas que reducirían la operatividad y la agilidad de la acción ejecutiva, y que serían fuente de confusión normativa y conflictos competenciales.
Y, por eso, junto con el descrédito del Estado autonómico, se hizo patente también el fracaso del Estado en general, de la molicie del engranaje administrativo cuando toda la acción política debe desarrollarse estrictamente por los canales habilitados y preceptivos.
Sólo se brinda información actualizada de los caudales a Emergencias si esta la requiere.
Sólo se emiten alertas a la población si han sido previamente aprobadas.
Sólo se envía ayuda a las regiones si se pide.
Sólo se despliegan efectivos si han recibido autorización previa.
Por muy dramática que sea la situación, cada cosa debe ir en su correspondiente ventanilla.
Y de este modo quedó al descubierto en toda su crudeza cómo la tendencia connatural del Estado a la burocratización deriva en un resultado absurdo: la irracionalidad de la hiperracionalización.
El desbordamiento de los poderes públicos fungió como epifanía del incapaz «gobierno de nadie» al que conduce un sistema administrativo que en lugar de cumplir su función (asignar atribuciones de mando a cada actor político), fomenta que se diluya la responsabilidad.
De ahí que vaya igualmente desencaminada la otra vertiente más habitual en el análisis de la dana: la que se afana por dirimir responsabilidades individuales.
Más allá de que la negligencia deba atribuírsele al presidente de la Generalitat, al presidente del Gobierno, o a ambos, es forzoso entender que lo sustancial para explicar la catástrofe no es tanto el factor personal, como el marco institucional que encauza las decisiones políticas.
La clave no es que los gobernantes sean inmorales, sino que el Estado es amoral.
Porque el Estado esclerotizado engendra la anemia moral de la sociedad. Como escribió Ortega y Gasset, «el pueblo se convierte en carne que alimenta la mera maquinaria que es el Estado. El esqueleto se come a la carne en torno a él».
El presidente del Gobierno salió al paso de esta apreciación reafirmando que «todos somos Estado». Del «Hacienda somos todos» a el Estado somos todos.
Pero la experiencia demuestra lo contrario: que el Estado moderno, como apuntó Nicolás Gómez Dávila, «es la transformación del aparato que la sociedad elaboró para su defensa en un organismo autónomo que la explota».
En cambio, los contingentes de abnegados voluntarios que se desplazaron a las zonas siniestradas demostraron muchos más reflejos y mayor resolución que la Administración.
Y ello supuso a la vez una lección de algo que habíamos olvidado: frente a los Estados obesos, muy grandes pero impotentes, es crucial estar dotados de unos cuerpos intermedios musculados, que ejerzan como contrapeso a un Estado que monopoliza toda la vida política.
Esa sería la conclusión acertada a extraer de la tragedia de la dana: las nefastas consecuencias de descargar toda la agencia colectiva en un Estado que absorbe todo el nervio asociativo de una comunidad.
Por eso, el lema que tanto preocupa a los exégetas sistémicos, «sólo el pueblo salva al pueblo», no es «antipolítica».
Es, al contrario, una expansión de los horizontes de la política, que siempre había tenido un alcance mucho mayor que la reducida dualidad individuo-Estado. Porque incluía todas las formas de autoorganización local: asociaciones vecinales, parroquias, cooperativas, sindicatos, hermandades, cofradías, etcétera.
No se trata de esgrimir el hundimiento del Estado tutelar en Valencia como un espaldarazo a las tesis minarquistas del Estado mínimo.
Se trata de abogar por un Estado subsidiario que pueda cumplir satisfactoriamente con sus funciones principales, al quedar descargado de todas aquellas atribuciones que puedan realizar mejor los actores más apegados a las circunstancias territoriales. Que cuentan con un conocimiento más ajustado de las necesidades reales del que podrá tener nunca el control centralizado.
La constatación de que el Estado no nos va a salvar ofrece una invitación a reconsiderar el pensamiento estatalista. Y a recuperar una cierta concepción comunitaria de la vida social que había quedado eclipsada por el individualismo burocrático.
En el 29-O se plasmaron de forma crudelísima los efectos perversos de la contaminación totalitaria de toda la vida cívica por la política partitocrática, que no deja espacios independientes capaces de llegar adonde el Estado no llega.
Contrariamente a lo que pretendió la propaganda gubernamental, no salimos mejores de la pandemia.
Pero en el aniversario de la dana tenemos la oportunidad de salir mejores, desarrollando las organizaciones populares que movilizan y canalizan la acción colectiva, las únicas capaces de despertar una vinculación sentimental con el destino común. Y fomentando un mayor compromiso político de todos los agentes sociales mediante, en palabras de Domingo González, «fórmulas orgánicas de participación popular y modos de ejercicio de una ciudadanía activa”.