Antonio R. Naranjo-El Debate
  • Entre la cultura de la cancelación y el desparpajo, ambos ruedan ya las películas de sus vidas

Woody Allen rodará su próxima película en la Comunidad de Madrid, que dedicará al asunto 1.5 millones de euros, para escándalo de los mismos que no dicen ni mú cuando Almodóvar se lleva diez en subvenciones. Es la típica sensibilidad a tiempo parcial, que les lleva también a considerar intolerable que servidor presente un programa político en Telemadrid, con notable éxito, por cierto, pero consideran intachable que TVE la dirija en persona, de sol a sol, Pedro Sánchez.

Lo sustantivo es que el señor Allen engordará al fin su filmografía, cancelada desde que trascendió un supuesto episodio de abusos que ninguna condena confirma, pese a los intensos informes psicológicos, forenses y policiales que se hicieron para el caso: fue bastante con difundirlo, en el tono escabroso oportuno, para que uno de los mejores directores del último medio siglo se quedara varado en tierra y no pudiera rodar.

Esa cultura de la cancelación es el reverso siniestro de un fenómeno ciertamente positivo: el de la evolución educativa de una sociedad que deja de considerar normales ciertos abusos ancestrales considerados legítimos durante años: equiparar razas o sexos con minusvalías, con sutileza o sin ella, no era un crimen hasta hace nada, y en ese sentido el avance es notable.

Pero algo se rompió cuando cierta izquierda detectó que, en esa declaración de principios cabía todo y todo se podía estirar hasta convertir el descubrimiento en un arma de destrucción masiva de la crítica y la disidencia: de repente todo podía ser machista, xenófobo o violento; y todos los amigos podían apelar a esa excusa victimista para anular la réplica o tapar sus vergüenzas.

Se quebró así la presunción de inocencia si el presunto era un hombre, la alternativa política si era de derechas, el análisis sosegado del repunte de la delincuencia si en la frase aparecía un inmigrante y una larga lista de impulsos censores que explica, por ejemplo, la pavorosa estrategia de Pedro Sánchez para hacerse el loco, asustado por su propio horizonte judicial, cuando le interrogan sobre su esposa, su hermano, su partido y sus corruptos: todo es una conjura de togas y micrófonos, ese célebre «golpe judicial y mediático» que denuncian en manifiestos los más bobos de la Selección Nacional de Opinión Sincronizada.

Poner a Woody y a Pedro en la misma frase no es sencillo, pero ambos representan los dos polos de la única máquina del fango activa, que es la gubernamental: la que cancela a un rival incómodo con soflamas inanes o indulta a un sospechoso apelando a inventos sobre las causas de su martirio.

Del director de Annie Hall, un señor ya mayor que adivina la noche eterna de su tiempo, solo cabe esperar que haga otra gran película con algún fotograma de Madrid. De la otra película, la de este Sánchez con gafas caras para no escuchar, puede darse por segura una larga saga: un presidente que pierde la oportunidad de explicar todos esos «bulos» que lleva meses denunciando y confirma con un «no lo sé» cada una de las sospechas está más cerca del Tribunal Supremo que nunca.

Madrid saldrá en la cinta del gran Woody, quizá la última por su edad, y seguro que habrá merecido la pena una pequeña inversión a cambio de dar la vuelta al mundo y quedar ahí para siempre. En la película de Sánchez no se adivina otro paraje que el de Soto del Real, y a un precio, aquí sí, insoportable.