Aznar recomendó el jueves por la tarde «paciencia» para que no cunda la «frustración» y comparó a Feijóo con el «opositor» que tiene que esperar a que llegue «el día del examen». Era lo que tocaba después de lo ocurrido por la mañana en el Senado.
Si hubiera querido ser más convincente debería haber recordado —dentro del género ‘a mi también me pasaba’— la famosa viñeta de Ricardo y Nacho que publiqué en la portada de El Mundo a mediados del 95.
En ella se veía a Aznar en plan torerito pinturero, perfilándose para entrar a matar a un Felipe González que chorreaba sangre con docena y media de estoques mal clavados en todo el cuerpo.
Y era el toro el que le decía al torero: «Jo, macho. ¡A ver si atinas de una puñetera vez!».
Aznar ‘atinó’ por la mínima en marzo del año siguiente y un presidente del Gobierno desalojó la Moncloa forzado por las urnas, por primera y última vez en el medio siglo que llevamos de democracia.
Feijóo lleva tres años intentando ser quien lo consiga de nuevo, de modo que el actual 12-1, émulo del España-Malta por el número de veces que un presidente logró perpetuarse en el poder, se convierta al menos en un 12-2.
La estadística contextualiza la dificultad, resalta el mérito del empeño, pero no justifica los pinchazos en hueso. Porque, si así fuera, quedaríamos encadenados por el fatalismo.
Hasta ahora Feijóo sólo había fallado una vez, al quedarse a las puertas de Moncloa en julio del 23, pese a superar a Sánchez en más votos y escaños que los que separaron a Aznar de González en aquella «amarga victoria», a la postre tan fructífera.
El jueves, él y su equipo cometieron su segundo error al no preparar adecuadamente el interrogatorio de Sánchez, tras forzarle a comparecer en el Senado en la comisión que investiga la corrupción gubernamental.
Como los símiles taurinos ya son políticamente incorrectos, diremos que el PP, preso de la ansiedad, marró el penalti porque se le atragantó la portería y lanzó el balón a la grada. Igual que le pasó a Sergio Ramos en aquella semifinal contra el Bayern hace trece años.
No fue mérito de Sánchez que en realidad recurrió a la técnica evasiva del ‘piscinazo’ múltiple, a base de muchos «no me consta» y otros tantos «no me acuerdo». Fue demérito del senador Alejo Miranda y de quienes debían haber preparado con él su intervención.
Si el tiro hubiera ido a puerta, el balón habría entrado.
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Si alguien me pregunta por mis géneros cinematográficos favoritos, elegiré los dramas parlamentarios («Caballero sin espada», «Tempestad sobre Washington», «Los idus de marzo», «La hora más oscura»…) y las intrigas judiciales («Doce hombres sin piedad», «Testigo de cargo», «Veredicto final», «El jurado»…).
Tanto la tribuna de una cámara como los estrados de un proceso son escenarios teatrales en los que impera la técnica de la representación. Interpelar o no digamos interrogar a un presidente debería ser una variante excelsa del arte escénico.
Hay contadas personas a las que Dios da ese don y muchas otras más a las que ‘Salamanca’ se lo enseña. Para eso están las escuelas de interpretación. Incluso los mejores actores tienen que ensayar minuciosamente si quieren triunfar el día del estreno.
El día que me enteré de que Cayetana Álvarez de Toledo se había ido a pasar un largo fin de semana a la masía de Boadella para perfeccionar sus dotes escénicas fue cuando me di cuenta de que su vocación política era irrefrenable y la habíamos perdido para el periodismo.
Aunque a menudo derive en comedia y a veces en tragedia, no es que la política tenga que ser necesariamente una farsa. Pero tan importante como lo que se dice, es la forma de decirlo.
Lo que los anglosajones llaman «delivery». La presentación de tus argumentos y la erosión de los del adversario.
Por algo Reagan respondió sardónicamente cuando le preguntaron si su experiencia como actor le había ayudado a llegar a la Casa Blanca: «Lo que no puedo comprender es que alguien se convierta en presidente sin haber sido antes actor».
¿Cuántas horas ensayó Alejo Miranda, quiénes le asesoraron, quién le sirvió de sparring? Era una ocasión única y no había que dejarla escapar. Si todo esto no se podía pulir y perfeccionar, no había que haber llamado a Sánchez.
Al menos hasta que no hubiera habido una pistola humeante sobre la mesa, del estilo de la confesión documentada que nos hizo Amedo o los mensajes de móvil y el original de la caja B que me entregó Bárcenas.
A falta de esa prueba irrefutable, quien interrogara a Sánchez tenía que haberle ido cercando con sutileza, dejándole hablar a ratos para poner de relieve su escapismo, arrinconándole sólo en las repreguntas esenciales como por cierto hizo la senadora de UPN María Caballero.
Fue la única que sacó petróleo de la ciénaga brumosa en la que se camuflaba Sánchez.
Pensar que dándole hilo a la cometa Alejo Miranda habría logrado una confesión autocompasiva como la que David Frost arrancó a Nixon o una explosión desafiante como la que Tom Cruise provoca en Jack Nicholson, a propósito del «Código Rojo» de «Algunos hombres buenos», sería bastante ingenuo.
Sólo puede reconocer sus culpas quien es capaz de diferenciar el bien del mal.
Pero mucho más errático era pretender arrollar a Sánchez mediante la técnica de la abrasión. No es reiterando cien veces que «no dice ni una sola verdad» como van a aflorar sus mentiras. Y menos aun amontonando compulsivamente preguntas variopintas que enseguida se retiraban para hacer hueco a otras nuevas.
O no digamos planteando algo extravagante como los careos en sede parlamentaria con personas imputadas. Había que manejar un pincel fino y se empleó la brocha gorda. Faltó «finezza», por mucho que duela reconocerlo.
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Con todo y con eso, las evasivas de Sánchez dejaron significativos hilos de los que tirar en adelante. Como por ejemplo su presunta ignorancia de cuales fueron los donantes de su campaña en las primarias de 2017.
Incluidas las saunas de su suegro en las que se ejercía sistemáticamente la prostitución
Su «no tengo información» o «no puedo responderle» denota que o bien Sabiniano Gómez de forma directa o a través de su empresa San Bernardo 36 financiaron su reconquista del poder.
No hay un solo español que no recuerde si su suegro le ayudó económicamente o no en un momento decisivo de su carrera.
Otro tanto puede decirse de su amnesia sobre los contactos con las empresas que patrocinaron los negocios de su mujer, sobre la presunta visita del gerente a Moncloa para advertirle de los gastos de Ábalos, sobre la relación «absolutamente anecdótica» con Koldo o sobre la propia ubicación del despacho donde recibió dinero en metálico «como secretario general«.
Cada una de estas evasivas hubiera requerido de una ‘paradinha’ de carácter irónico, aun a costa de renunciar a otras preguntas. Pero esa oportunidad ya pasó.
Serán los tribunales quienes diriman la mayor parte de estos asuntos. Máxime después de la decisión del instructor del Supremo de encargar a la Audiencia Nacional una investigación específica sobre el dinero en metálico que manejaba el PSOE.
¿Había blanqueo, financiación ilegal, sobresueldos o las tres cosas a la vez? Desde luego el disparate de sacar dinero del banco, bajo custodia de una empresa privada, para efectuar pagos que con más rapidez y menos coste podían hacerse por transferencia, no tiene una explicación inocente.
Tampoco la falta de justificación de los conceptos por los que se realizaban gran parte de los abonos.
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Pero no es por las sospechas de delitos económicos, acrecentadas por la testifical del gerente y esa comparecencia en el Senado, por lo que esta semana Sánchez merece una tarjeta roja directa que le expulse del poder por procedimientos democráticos.
Es por lo de Pamplona. Por su desolador silencio tras la brutal agresión de esas hordas de cafres pubescentes a nuestro valiente reportero José Ismael Martínez, en la explanada de la que fue mi facultad.
Agresión de ultras abertzales al periodista de EL ESPAÑOL José Ismael Martínez
Cuando llegue el día de ir a las urnas EL ESPAÑOL volverá a poner el vídeo de esa jauría de cientos de encapuchados persiguiendo a quien se limitaba a cumplir con su deber de informar en pro del derecho constitucional de los demás. Habrá otros elementos de juicio, pero ese será importante.
Porque esa tarde el servidor público era José Ismael. Por eso fue apedreado, capturado, derribado, golpeado con puñetazos y patadas. Por eso le partieron la ceja en varios puntos, por eso le reventaron el suelo orbital del ojo, por eso su cuerpo quedó marcado por un mapa de magulladuras y hematomas.
El Estado no fue capaz de protegerle —la policía no estaba lo suficientemente cerca de los cafres como para impedir la agresión— y ahora el Estado le niega todo amparo moral. Le niega hasta su solidaridad.
Sánchez es el presidente de los afiliados y simpatizantes del PSOE, de Sumar, de Esquerra y por supuestísimo de Bildu. A ratos también es el presidente de los de Junts y Podemos. Pero no es el presidente de todos los españoles.
Tres días después de los hechos ni él, ni su vicepresidenta, ni su ministra portavoz, ni ninguno de esos ministros tuiteros de piel tan fina que te dan la lata por una imprecisión o un título poco ecuánime han dicho esta boca es mía.
Ya sabemos lo que podemos esperar de ellos. Nada. Ni siquiera de los más gentiles. Nada, punto en boca, mientras no haya otra consigna del jefe.
Este momento es revelador. Como si de repente un relámpago hubiera iluminado recónditas zonas de penumbra.
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Llegó por correo una navajita manchada con pintura roja y era una incitación al asesinato. Voló por el aire un palo en la enfangada Paiporta y era el preámbulo de un frustrado magnicidio. Ironizó el capitán Bonilla sobre los riesgos de su labor policial y cuatro ministros le acusaron de idear la colocación de una «bomba lapa» contra Sánchez.
Pero lo del jueves en el campus de la Universidad de Navarra no ha existido.
Todos sabemos que si la víctima de la sádica agresión que de forma reiterada e impune sufrió José Ismael hubiera sido un afiliado del PSOE, de cualquiera de sus socios o por supuestísimo de Bildu —también si hubiera sido un periodista de los medios públicos o concertados con el sanchismo—, la alerta antifascista dominaría durante semanas el cielo de Gotham.
Entre otras razones porque el propio Sánchez se comprometió explícitamente el 23 de octubre ante la portavoz de Bildu y veterana etarra Mertxe Aizpurúa a tomar medidas tanto de carácter práctico como simbólico, cuando ella sostuvo que las «cacerías», los «señalamientos», los «matones», los «encapuchados» y los «ultras en la Universidad» eran cosa de la extrema derecha.
Ya sabemos lo que podemos esperar de ellos. Nada. Ni siquiera de los más gentiles. Nada, punto en boca, mientras no haya otra consigna del jefe.
Sánchez asumió su relato y Ester Muñoz verbalizó lo que muchos sentimos por dentro.
Hemos dedicado tantos ríos de tinta a la relación de Sánchez con el separatismo catalán que sus bochornosos pactos con Bildu han quedado en segundo plano. Tanto los públicos como los secretos.
Desde el entorno de Sánchez se alega siempre que quienes exigíamos que ETA dejara de matar y que sus partidarios encauzaran sus reivindicaciones dentro de la legalidad, no podemos negar ahora la legitimidad de Bildu como actor político.
Pero reconocer los derechos de alguien no significa convertirlo en compañero de cama.
Y como acaba de denunciar la propia María Caballero —hija del concejal de UPN asesinado por ETA— «llevamos años aguantando el fascismo de gente como Aizpurua porque el PSOE es preso de sus pactos y los quiere porque los necesita».
Sin Bildu no habrían prosperado ni la moción de censura de Sánchez ni ninguna de sus dos investiduras. Tampoco María Chivite sería presidenta de Navarra.
A cambio, ahí están los beneficios penitenciarios a los presos etarras, la entrega de la alcaldía de Pamplona o los siete presupuestos de la comunidad autónoma pactados con Adolfo Araiz.
El mismo que desde la mesa de HB jaleaba los atentados terroristas como parte de la «socialización del sufrimiento».
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Sólo un cinismo estratosférico explica que el presidente que ha convertido en martilleante estribillo las siempre manipuladas afinidades entre el PP y Vox, vaya a cumplir ocho años de coyunda con Bildu sin sentir el menor cosquilleo.
Ese es el trasfondo abominable de por qué ni Sánchez ni sus ministros han condenado la peor agresión sufrida por un periodista desde el asesinato de López de Lacalle.
En definitiva, los encapuchados que persiguieron a José Ismael como perros rabiosos son esquejes del radicalismo abertzale que tiene en Bildu su fachada política. Y por lo tanto parte de los cimientos subterráneos sobre los que se asienta el Gobierno.
Pocas horas antes de la agresión de Pamplona, Sánchez volvió a referirse a los medios críticos como «propagadores de fake news» y «maquinaria del fango». Si alguno de los encapuchados le escuchó, seguro que se sintió estimulado por sus palabras.
Sólo faltaban las felicitaciones a posteriori de Irene Montero y Ione Belarra con quienes Sánchez aun cuenta para votaciones clave en el Congreso.
José Ismael tiene 23 años. Cincuenta menos que yo. Tras narrar el «infierno» que le tocó vivir, en su crónica de ayer de EL ESPAÑOL hacía una apelación a la «tolerancia, el diálogo y el espíritu crítico» porque «ni siquiera la certeza de tener razón nos legitima para pisotear y destruir las ideas de los demás… y menos físicamente».
Qué alentador es percibir el fulgor de los valores transmitidos desde la Transición en su mirada provisionalmente mutilada. Y qué aterrador constatar que el actual presidente del Gobierno se ha convertido en una amenaza tangible para la pervivencia de esos valores.