- La detención de cuatro magrebíes en Pamplona por la salvaje agresión a una joven desmonta un relato y desvela un grave problema
La atroz violación en Pamplona de una joven por parte de cuatro adultos procedentes del Magreb es, antes de nada, un brutal calvario para la víctima, asaltada durante una fiesta universitaria con una ferocidad que pone los pelos de punta y exige toda la reparación médica, moral, judicial y social que el sistema permita, a sabiendas de que nada compensará ya esa herida de por vida.
Pero además encierra un sinfín de indicios, cuando no constataciones, del cinismo y de las consecuencias de un cierto tipo de política: en concreto la que gobierna y la que instala en la sociedad un relato falso, maniqueo contra quienes no lo merecen e indulgente contra quienes reclaman toda la contundencia del Estado de Derecho.
Para empezar, es sorprendente que la misma sinfonía política y mediática que se activó con la manada de Pamplona hace unos años para convertir aquel luctuoso suceso en una ofensiva política, ideológica y legislativa resumida en la infausta ley del «Solo sí es sí» y en la implantación de una burda lucha de géneros; hoy se permanezca tan callada y renuncie a cualquier reacción política en respuesta a las causas que coadyuvaron a que ocurrieron los hechos.
¿Es menos violación si los violadores son árabes? ¿No merece ninguna reflexión que tres de los cuatro salvajes tuvieran orden de expulsión y, sin embargo, permanecieran en España, acampados y a su libre albedrío? ¿Acaso no se debe discutir, con sosiego pero sin limitaciones, sobre los efectos perniciosos de la inmigración masiva, irregular y descontrolada?
La evidencia estadística de que la tasa de delitos sexuales es hasta cinco veces mayor entre los inmigrantes y que la tasa de criminalidad global triplica la española, si no se manipulan las cifras y se entiende que los delitos absolutos han de ser medidos en proporción al porcentaje de población que cada segmento representa; hace aún más imperioso plantearse todas esas preguntas, tender decencia para alcanzar las respuestas oportunas y, por última, plantear las decisiones necesarias.
Por el bien de los ciudadanos que cumplen con sus obligaciones, desprotegidos a menudo por un buenismo suicida que desprecia los estragos que provoca y sustituye la gestión por un ideal falso y temerario. Pero también por los inmigrantes que se integran, contribuyen al sostenimiento del Estado de Bienestar y merecen todo el respeto, más complicado si se les mezcla con quienes llegan aquí por voluntad propia y no quieren o pueden integrarse en un espacio de valores, libertades, derechos y obligaciones que debe ser innegociable.
La ola migratoria es compleja y sus derivadas no pueden ser resumidas con un brochazo que la resuma en balde y renuncie a estudiar y proceder cada uno de los vectores que comporta: en unos casos la marginalidad deviene de una absurda política migratoria que beneficia a las mafias del tráfico de seres humanos y luego, una vez traídos a España, se olvida de ellos y los amontona en infames campamentos o les abandona en la calle, acercándoles al ámbito delincuencial por la ausencia de proyectos de vida.
En otros, a esas causas se les añaden otras de carácter «cultural», inspiradas en confesiones y costumbres alejadas de los valores europeos en asuntos vitales como el respeto a la mujer: es insólito que el mismo Gobierno que adoctrina al varón español medio, como si fuera portador de un pecado de origen que hay que reconducir a cualquier precio; deseche aplicar esas medidas a quienes sí necesitan entender que las mujeres no son un trapo a su servicio.
El drama de la violada demuestra, en fin, el espurio uso político de las víctimas y la usurpación de causas colectivas por un mero interés electoral. Pero también la hipocresía que impulsa todo ese incesante parloteo: nunca les importa realmente qué ha pasado, a quién y por qué. Solo piensan en cómo explotarlo para sus fines inanes.