- Disentir de la opinión mayoritaria solo trae problemas. Despierta la hostilidad del entorno. Conlleva el inmediato etiquetaje de «facha», el adjetivo despectivo coloquial que está perdiendo fuerza por el desgaste y ha vuelto a «fascista»
 
El lenguaje previo a la guerra civil tenía una música bélica que España, tras casi trescientos cincuenta mil muertos, no quiso oír más. Los que solo conocen la historiografía de base marxista correrán a argüir que la dictadura era la que determinaba lo que se podía o no decir. ¿Acaso desconocen que la historiografía marxista, la suya, fue hegemónica a partir de los años sesenta, que era la única respetada y manejada desde entonces en las universidades españolas bajo el poderoso influjo del comunista Tuñón de Lara? En cuanto a los ignorantes supinos, que son legión, al carecer de otras fuentes, reproducen en su versión más barata lo que alcanzan a recordar de la escuela (historiografía marxista para niños) y, sobre todo, lo que piensan que los demás esperan escuchar. Disentir de la opinión mayoritaria solo trae problemas. Despierta la hostilidad del entorno. Conlleva el inmediato etiquetaje de «facha», el adjetivo despectivo coloquial que está perdiendo fuerza por el desgaste y ha vuelto a «fascista». Fuera lo coloquial. Por fin, disentir con eficacia exige preparación y vasto conocimiento de los hechos.
No fue (solo) imposición: después de la guerra civil, España no quería volver a oír la música bélica que acompañó al lenguaje de la Segunda República. Fue una opción de millones de familias. La mayoría de lectores con una cierta edad lo recordarán: nuestros padres no hablaban de la guerra porque la habían vivido. Estaba el dolor; cada familia tuvo sus víctimas, a menudo de ambos bandos. ¿Era también miedo? Bueno, estamos hablamos de la intimidad, de puertas adentro. La principal razón fue la resolución, impresionante vista hoy, con que los españoles miraron al futuro y construyeron una prosperidad tan veloz como para alcanzar a la misma generación primera de posguerra. Son innumerables las historias de hombres hechos a sí mismos, gente que sale del hambre y acaba en una casa de su propiedad, dando educación universitaria a sus hijos y sosteniendo a su familia con un solo sueldo. Además, casi todas esas familias autosuficientes que florecieron en los sesenta serían hoy consideradas numerosas.
El tiempo y el olvido son implacables. La Segunda República y la guerra civil dejaron de ser asuntos para historiadores y aficionados, y regresaron en su peor forma: aquel lenguaje bélico, traído por Zapatero para utilizarlo como arma política en pleno siglo XXI. Mucho se guardó Felipe González de hacer tal cosa. Reabiertas las viejas cicatrices de modo fiero y extemporáneo, la izquierda ya no dejaría de valerse de un lenguaje caduco con el que conectar directamente la España de los años treinta con el presente. Sánchez lo tiene por principal herramienta. Ese bastardo ejercicio exige, por supuesto, convertir el complejo pasado en un maniqueo cómic en blanco y negro, y puede provocar una desgracia que hay que frenar en seco: al resucitar las viejas formas fratricidas, ha despertado también la fatal convicción de que solo la izquierda puede gobernar. El fatídico patrón de pensamiento que llevó a la guerra.