Ignacio Camacho-ABC

  • Con el fiscal general en el banquillo, la dignidad institucional continúa descendiendo por la escalera del sanchismo

Cuando el fiscal del Estado se siente hoy en el banquillo del Tribunal Supremo, la dignidad de las instituciones descenderá hoy otro peldaño de la escalera de degradación por la que le empuja el sanchismo. Una nueva muesca en la culata del jefe del Ejecutivo, cuyo mandato se ha convertido en una sucesión de ‘primeras veces’ donde las convenciones y mecanismos democráticos quedan sobrepasados por un concepto oportunista del poder al servicio del capricho político. El presidente que comenzó apartando por una minucia tributaria a un ministro ha terminado –por ahora, suma y sigue– permitiendo que el máximo responsable del Ministerio Público siga en su sitio durante la vista oral que va a enjuiciarlo como reo de un presunto delito.

Y no cualquier delito: el de revelación de secretos, que de confirmarse en sentencia supondría una violación esencial del derecho a la defensa. De ahí que el Colegio de Abogados decidiese personarse como acusación al presentar la correspondiente querella solicitando nada menos que cuatro años de pena por omisión de los principios de sigilo y reserva. El asunto es tanto más grave cuanto que, por una parte, el sumario involucra en la supuesta filtración al propio aparato de la Presidencia en el contexto de un intento de compensar el escándalo de Begoña Gómez con otro de Isabel Ayuso a través de su pareja, y por otro lado constata el sabotaje de la investigación mediante una sospechosa destrucción de pruebas.

La clave del caso reside en la eventual participación de la Fiscalía en una operación sucia del Gobierno contra una adversaria política. Es decir, el uso de un organismo público sometido a ineludible requisito de neutralidad como herramienta de la confrontación partidista. Y la obstinación de Álvaro García Ortiz en su negativa a dimitir, apoyada por el Gobierno, confirma esa relación de dependencia que arrastra a una situación comprometida a todos los funcionarios sometidos a su jerarquía y degrada el prestigio de una institución básica del sistema de Justicia. Ese daño resulta ya irreversible al margen del veredicto porque afecta a la confianza de los ciudadanos en la protección de sus garantías jurídicas.

García Ortiz abusa, además, de un privilegio arbitrario. Cualquier otro fiscal en su situación quedaría suspendido de inmediato en aplicación del reglamento estatutario, por lo que su permanencia en el cargo constituye un manifiesto agravio respecto a sus sufragáneos. Se trata de una actitud retadora en línea con la de un Sánchez en alarmante vía de colisión con el tercer poder del Estado, cuya firme resistencia jurisdiccional frente a su designio invasivo contempla como un obstáculo. Ésta es, más allá de la suerte penal del acusado, la verdadera cuestión cenital del presente mandato: la de hasta dónde y hasta cuándo podrá regir el imperio de la ley bajo la creciente presión del empuje autocrático.