Tonia Etxarri-El Correo
La comparecencia del fiscal general del Estado ante el Tribunal Supremo, si no está siendo un juicio histórico, se le parece mucho porque nos encontramos ante una causa sin precedentes. Por tratarse de la primera vez en democracia que un fiscal general tiene que rendir cuentas ante la más alta instancia jurisdiccional del país figurando como acusado en un procedimiento penal y por darse la grave particularidad de que el procesado ha persistido en aferrarse a su cargo. Por ética, Álvaro García Ortiz debería haber comparecido ante la Justicia como un ciudadano más, pero no como fiscal general del Estado. Así es que, desde el momento en que decidió no dimitir, esta causa se ha convertido en un desafío del acusado ante la Justicia que bien podría haber defendido su inocencia sin utilizar la toga, como hizo ayer, como prenda de disuasión.
Ayer fue un día de dimisiones. La del presidente Mazón, sin ir más lejos, en la Comunidad Valenciana. Pero no se produjo ningún efecto contagio en el fiscal general del Estado. Una actitud que produjo «bochorno» a las asociaciones mayoritarias de la Fiscalía que han venido reclamando un gesto de su jefe. Lo cierto es que, al margen de la presunción de inocencia que le asiste, su circunstancia de acusado y su condición de fiscal general del Estado se dan de bruces. Quien tiene la obligación de defender los derechos de cualquier ciudadano con la confidencialidad de sus datos los vulnera al incurrir, presuntamente, en la comisión de un delito de revelación de secretos. El encargado de perseguir el delito ha dejado «indicios» sobre su comportamiento delictivo. ¿Puede existir mayor contradicción? Pero el acusador acusado, el fiscal general del Estado, ha seguido en su cargo como si nada, impartiendo instrucciones a sus subordinados, los fiscales españoles y llegando a presentar la memoria anual de la Fiscalía permitiéndose disertar, en el acto inaugural del año judicial, sobre la independencia de la Justicia, dejando al Rey en una situación muy comprometida.
La vista oral, que comenzó ayer, durará casi dos semanas en las que García Ortiz deberá responder a las acusaciones de haber cometido delito de revelación de secretos por haber forzado, presuntamente, la filtración de los emails cruzados entre el abogado del novio de Isabel Diaz Ayuso y la Fiscalía Provincial para pactar un reconocimiento de la comisión de un delito de doble fraude fiscal por parte de González Amador. Una revelación de datos confidenciales sobre un tema menor, si no se hubiera tratado del novio de Ayuso, cuya responsabilidad niega el acusado, después de haber borrado todos los rastros de sus móviles, entorpeciendo, por tanto, la labor investigadora de la UCO. Todos los indicios apuntaron hacia García Ortiz como encargado de una operación política orientada a perjudicar a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Aquel borrado intencionado de los mensajes de sus teléfonos agravó su situación y ha terminado conduciéndolo hasta el banquillo en donde no se sentó ayer. Ya que no ha querido dimitir, debería, al menos, haberse despojado de la toga. Por respeto a la institución. Por respeto a sí mismo.