Pedro García Cuartango-ABC
- La dimisión de Mazón encierra el peligro de que su destierro a los infiernos sirva para hacernos creer que el problema se ha solucionado
Dice el viejo refrán que las apariencias engañan. Yo siempre he creído lo contrario: que no engañan. Es el caso de Carlos Mazón, cuya conducta es el espejo de su alma. Tenía que haberse ido hace mucho tiempo por sus gravísimos errores, pero optó por aferrarse al cargo. Parafraseando a Churchill, eligió el deshonor y ahora sufre el castigo de una dimisión forzada por la mentira y el descrédito.
Mazón se ha empeñado en construir un personaje antipático, insensible al dolor ajeno y, sobre todo, aferrado al poder. Resulta hoy inevitable preguntarse por qué el presidente valenciano ha soportado este calvario, para qué quería ganar tiempo y por qué ha sido incapaz hacer la menor autocrítica hasta ayer.
Mazón es el principal responsable del fallo de las alertas que propició 229 muertos aquel día. Pero el Gobierno de Sánchez tiene también que responder por no haber acometido las obras hidráulicas que podrían haber paliado la catástrofe. Y por no haber asumido las riendas de la crisis cuando era obvio que Mazón estaba desbordado.
Una catástrofe tiene siempre una diversidad de causas. No basta que falle un solo eslabón de la cadena. La mortandad de Valencia fue provocada por una concatenación de errores que apuntan a la Generalitat y al Gobierno. Fueron, sin embargo, la impericia de Mazón, su incapacidad para ejercer el cargo y su falta de empatía los factores que le convirtieron en el perfecto chivo expiatorio del desastre.
Mazón tenía que irse, pero su marcha no significa que los problemas se hayan resuelto. La posibilidad de que el fenómeno se repita sigue ahí porque no se han tomado ninguna de las iniciativas necesarias para evitarlo. No basta con reconstruir las zonas afectadas. Hay que abordar las canalizaciones hidráulicas y las medidas urbanísticas para proteger al medio millón de habitantes que sufrieron la dana.
La dimisión de Mazón encierra el peligro de que su destierro a los infiernos sirva para hacernos creer que el problema se ha solucionado. Pero eso es falso. Mientras no se acometa una auditoría seria e independiente de lo que pasó y hasta que no se adopten las reformas de un sistema que falló, no es posible asegurar que los valencianos están a salvo.
Mazón encarna lo peor de una clase política que se niega a asumir responsabilidades y que echa la culpa a los demás, pero no deja de ser un síntoma más de una enfermedad que reside en la ineficacia de los poderes públicos para responder a grandes crisis y proteger la seguridad de los ciudadanos.
La falta de estándares éticos de la clase dirigente, el uso patrimonial del poder, la promoción de los mediocres y un sectarismo exacerbado están detrás de un deterioro de los servicios públicos que afloró en la infausta jornada de la dana. Mazón es un efecto, pero no la causa.