Amaia Fano-El Correo
Al celebrarse el 50 aniversario del asesinato de Pier Paolo Pasolini y en el actual contexto en el que grupos de jóvenes violentos organizados han decidido resucitar la ‘kale borroka’ con la excusa de «parar al fascismo», mientras cierto sector de la política les aplaude por estar asumiendo «el principal deber ciudadano de nuestro tiempo», hay quien ha creído oportuno recordar lo que el cineasta italiano dejó escrito en uno de sus ensayos sobre que la violencia más peligrosa sería la ejercida en nombre del bien (a la que llamó «el fascismo de los antifascistas»), advirtiendo que el nuevo autoritarismo no llegaría uniformado de verde caqui, sino «con el disfraz del consenso moral y la idea de que hay una única manera legitima de pensar, hablar o disentir».
Años más tarde, su compatriota Oriana Fallaci volvería sobre la misma idea, al decir que «hay dos tipos de fascistas: los fascistas y los antifascistas». Y ciertamente, es verdad que los extremos ideológicos, aunque se ubiquen en polos opuestos, suelen parecerse en sus métodos, al igual que los regímenes totalitarios se asemejan en la forma de ejercer el poder (partido único, represión brutal, propaganda omnipresente y economía dirigida). Stalin y Mao usaron esas fórmulas en nombre de la izquierda. Mussolini y Hitler, en nombre de la extrema derecha. Aunque decir que todos ellos representaban lo mismo sería tanto como reescribir la Historia.
El fascismo nació como una reacción contra el marxismo, la democracia liberal y el sindicalismo revolucionario. Se fundó en base a la exaltación de la nación, el militarismo y el culto al líder. Mussolini abandonó el socialismo de manera consciente y pública, acusando a la izquierda de ser débil, internacionalista y antipatriótica. Hitler, por su parte, construyó el nazismo sobre un antisemitismo feroz y sobre la idea de la supremacía de la nación alemana y la raza aria, desatando la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto.
En cuanto al comunismo y la extrema izquierda… llevan en su conciencia a Stalin, con sus purgas y sus gulags, al camboyano Pol Pot y sus Jemeres Rojos y el Gran Salto Adelante y la Revolución Cultural de Mao Zedong, tragedias que costaron decenas de millones de vidas. Nadie puede ni debe eximirlos de esa responsabilidad histórica. Cada proyecto político debe cargar con sus aciertos y, sobre todo, con sus crímenes.
No se trata de igualarlos por un mismo rasero, sino de reconocer que el siglo XX fue testigo de monstruos de distinta obediencia ideológica que idearon y emplearon distintos métodos de exterminio con una misma intención: castigar y silenciar al discrepante. La extrema derecha engendró los suyos y la izquierda radical también. A cada cual sus culpas y demonios. A Stalin, sus gulags. A Mao, sus hambrunas. A Mussolini, su brutal represión. A Hitler, su barbarie genocida. De lo que se trata es de ser conscientes de que el extremismo y el fanatismo, sean del signo que sean, tiende al autoritarismo y quien se arroga la virtud moral esgrimiendo el dogma de los justos acaba creyéndose legitimado para ejercer la violencia.