Ignacio Camacho-ABC

  • El proyecto de quitar la instrucción a los jueces no tenía mejor momento que el del juicio al fiscal general en el Supremo

La reforma de la ley de Enjuiciamiento Criminal para entregar la instrucción penal a los fiscales no podía haberse presentado en mejor momento. Justo antes de que el máximo responsable de la Fiscalía compareciera ante el Supremo acusado de revelar secretos en el curso de una operación política diseñada por el Gobierno. Así nadie se llama a error sobre el verdadero objetivo del cambio propuesto. Y por si se despista algún ingenuo se organiza una campaña de señalamiento de los jueces como brazo instrumental de una derecha empeñada en sabotear los avances de la autodenominada ‘coalición de progreso’. Esta vez no caben reproches de ocultación: se trata de ir a por ellos. De estrechar su papel en la interpretación del derecho.

Álvaro García Ortiz podrá o no ser declarado culpable; ahora mismo sigue contando con plena presunción de inocencia. De lo que no cabe duda es del apoyo cerrado que el Ejecutivo le expresa, con su presidente a la cabeza. En su salida hacia el tribunal lo despidieron con aplausos los subordinados de su cuerda –inmensa minoría, que diría Juan Ramón Jiménez, en las asociaciones de la carrera–, y ya en el juicio los representantes de la Fiscalía y de la Abogacía del Estado se alinearon con los argumentos de la defensa. Su negativa a dimitir refuerza la idea de una impugnación de la causa que tiene abierta. Es decir, de la autoridad de los magistrados para investigar y decidir si su actuación en el expediente del novio de Ayuso fue correcta.

Esa resistencia a abandonar el cargo es mucho más relevante que la eventualidad de que salga absuelto o condenado. Representa un pulso al sistema de justicia en su conjunto, cuya protección tiene encomendada en un estatuto orgánico. Su rango no es de fiscal de Sánchez, ni del Consejo de Ministros, sino del Estado, del armazón institucional que estructura, organiza y reglamenta la convivencia de los ciudadanos. Y su misión jurada resulta a todas luces incompatible con la apariencia de parcialidad y más aún con la condición de procesado, ante la que por más que comparezca con la toga puesta no puede hacer valer su rango. Su renuncia no es una opción ética sino un imperativo democrático.

Sucede que tanto él como la autoridad que lo nombró saben que esta vista oral no juzga sólo la posible comisión de un delito sino el concepto de hegemonía sobre el que se sustenta el sanchismo, para el cual no existe ninguna autoridad jurídica ni política ni representativa capaz de poner límites a su ejercicio: el gobernante, una vez investido, se convierte en el único depositario del poder legítimo y todas las instituciones quedan a su servicio. Este esquema autocrático parece relativamente entendible en un dirigente oportunista y advenedizo, pero un funcionario de élite no puede compartir semejante marco mental de populismo primitivo. Por eso García Ortiz no es un reo cualquiera: es el símbolo de un desafío.