Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli
- La crisis democrática es el círculo vicioso del que las élites políticas y sociales del pasado no saben salir
Que la democracia está en crisis es algo que solo ignoran ya los políticos pasivos y sus socios periodistas, tecnócratas y empresarios. La diferencia actual con la última gran crisis del sistema, la de hace un siglo, es que esta vez la crisis es endógena: proviene de los partidos y cúpula de las instituciones públicas y privadas, y desciende en cascada hasta la base de la sociedad, que en la democracia avanzada es la clase media.
La vuelta del miedo
Ahora no sufrimos el ataque de regímenes enemigos totalitarios, sino que la democracia se va licuando lentamente en un régimen amorfo, pasivo, blando, de aspecto senil, controlado por lobbies, alejado de los votantes e incapaz de resolver problemas. El signo de nuestro tiempo es el fracaso de las promesas clásicas de paz, prosperidad, seguridad y libertad; el síntoma social es el hecho de que gran parte de la juventud vive materialmente peor que sus padres, rompiendo la línea de progreso que parecía asegurada por la propia democracia. El miedo -a la pobreza, al futuro, a la inmigración, a la guerra, a los extremistas- vuelve a convertirse en la emoción política número uno.
El miedo conduce a buscar protectores, y la reacción de un porcentaje en auge de la opinión pública es huir de los viejos políticos blandos a los que acertadamente identifica como responsables de esta licuefacción y probar, quizás con menos acierto, con políticos nuevos, duros cuando no brutales. La gente quiere volver a lo sólido, previsible y comprensible, salir de esa modernidad líquida de la que habla Zygmunt Bauman, que asfixia y ahoga en vez de dar vida a cosas nuevas.
El bloqueo español
España está dando un acabado ejemplo del proceso aunque, como suele ser normal aquí, con cierto retraso respecto a los vecinos. Por una parte, sufrimos el corrompido e irrecuperable régimen de Sánchez, el PSOE y sus socios, una colección realmente repugnante de criaturas parasitarias de lo público que incluye comunistas, golpistas y terroristas, y cuenta con los servicios mercenarios de numerosos periodistas, fiscales, empresarios y académicos. Por la otra, una oposición que no es capaz de dar el empujón a ese castillo de naipes que lleva años tambaleándose, pero ha normalizado el escándalo, el fracaso y la mentira como experiencias ordinarias y previsibles de cada día. Es una oposición dividida, a su vez, entre la estrategia blanda del Partido Popular, incapaz de reconocer la naturaleza y magnitud de la crisis en curso, y una estrategia vacía que se limita al crecimiento vegetativo, la de Vox.
En lo que se refiere a sus intereses de partido, Vox acierta al no hacer prácticamente nada. En realidad, repite el dontancredismo del lamentable gobierno de Rajoy, pero con la ventaja de que nadie le asocia con el sistema putrefacto y así puede incrementar cada día el apoyo de votantes hartos de la blandura del PP de Feijóo, y convertirse en la opción favorita de los nuevos electores, que votarán contra la corrupción y la política blanda incapaz de desterrarla. Es el voto en contra típico de bloqueos como el que vivimos.
El tío de América
Estados Unidos es el mejor ejemplo del proceso de deserción de la política blanda por hartazgo social insuperable. El presidente Biden representó como pocos esa figura de pasividad sonriente y blandura insondable que abrió las puertas al emperador Donald Trump, sobre todo porque los demócratas, tan contaminados por el wokismo pijo e izquierdista, no tenían mucho que ofrecer.
La crisis democrática es el círculo vicioso del que las élites políticas y sociales del pasado no saben salir. La consecuencia es el agotamiento de los viejos partidos: Trump no representa a la totalidad del OGP sino a su propia facción personal, MAGA. Su indudable autoritarismo y carácter atrabiliario comienzan a alarmar incluso a votantes tradicionales republicanos, como ha expresado el resultado de las elecciones en Virginia y New Jersey, donde la sonada victoria demócrata se explica por la defección republicana moderada.
Sin embargo, el partido demócrata -muy parecido al PP en este aspecto- sigue siendo incapaz de ofrecer alternativas nacionales creíbles y sólidas. Es la razón del meteórico ascenso de un absoluto desconocido, Zohran Mamdani, recién convertido en alcalde de Nueva York con un programa municipal populista de gratis total y wokismo en vena no muy diferente al de viejos conocidos nuestros, como Ada Colau y el gaditano Kichi. Lo único seguro del nuevo es que tiene un equipo excelente de comunicación -como Sánchez- y una ambición sin límites (ídem). Así que a Trump puede haberle tocado la lotería con el nuevo alcalde, el enemigo perfecto: alcalde de una ciudad, poco representativa de los Estados Unidos, que encarna casi todo lo que el movimiento MAGA aborrece: inmigrante reciente sin raíces americanas, un pijo progresista y musulmán autodefinido socialista.
La era de los populistas duros
El resultado inmediato del fracaso de la vieja política blanda es la irrupción de populistas que fían todo a la dureza y fuerza que demanda la creciente legión de decepcionados con el sistema. Decepcionados por una multitud de motivos de lo más variado y a menudo incongruentes entre sí -como el precio de la vivienda y el intervencionismo económico del Estado-, pero que acaban convergiendo en la decepción absoluta con la capacidad de la política para cambiar las cosas. Y como las cosas deben cambiar -aunque ni siquiera esté claro cuáles y en qué sentido-, y dado que los políticos blandos son incapaces siquiera de intentarlo, el resultado es la creciente deserción de los votantes de los predios políticos tradicionales. No se trata tanto de cambiar de ideologías sino de cambiar el tipo de político de partido por otro mucho más personalista, fuerte, directo e incluso caudillista y autoritario (y si es corrupto no importa si es el suyo, como Sánchez).
La incapacidad de los viejos partidos para evitar o bien su autodestrucción y la del país a manos de un tipo como Pedro Sánchez, o bien para acabar con él, como le pasa a Feijóo, nos lleva al territorio ignoto por el que ya caminan Francia y Estados Unidos. Y no siempre se tiene la suerte de que la nueva política sea alguien como Isabel Díaz Ayuso, Giorgia Meloni o Kaja Kallas. Debemos temer que la regla sea parecerse algo o mucho a Trump, al estilo de Orban o como intenta serlo Abascal.