- Ya sólo por haber vulnerado la Fiscalía el derecho que la pareja de Isabel Díaz Ayuso tiene a una tutela judicial efectiva, contribuyendo activamente a ganar un relato político favorable a los intereses del Gobierno, debería ser García Ortiz merecedor de una sanción penal
La mediocridad para ejercer un cargo sin reunir el mérito y la formación exigibles tienen como precio a pagar el de la sumisión ante quien te ha promocionado por interés personal. Álvaro García Ortiz, cuya formación jurídica es descriptible, así lo acreditó desde el principio, confirmando con su proceder sumiso que Pedro Sánchez no había elegido y nombrado a un jurista de reconocido prestigio, que nunca lo fue, al frente de la Fiscalía General del Estado sino a un soldado, a un siervo, a un amigo, despreocupado en mostrar independencia alguna y siempre esforzado por agradar obsequiosamente al jefe.
Es el precio que paga gustosamente García Ortiz por ser, sin merecimientos, la máxima autoridad fiscal del Estado hoy sometido a un juicio cuya sentencia determinará hasta qué extremo se involucró decidida y voluntariamente en una operación política para atacar a una adversaria de su mentor y señorito. Y lo que en el Tribunal Supremo se ha atisbado ya, después de tres días de vista oral, es que los indicios racionales de criminalidad cometidos por el fiscal general del Estado, advertidos en el proceso previo de investigación, se están convirtiendo en el juicio en pruebas consistentes, por más que éste las obstaculizó y destruyó borrando sus mensajes del móvil y correo.
Frente a quienes desde la orilla mediática del Gobierno pretenden confundir sobre el alcance y fondo de la vista oral, conviene recordar que no se juzga a un presunto defraudador fiscal, novio de la presidenta madrileña, sino al fiscal general del Estado por extralimitarse en sus funciones e incurrir presuntamente en un delito de revelación de secretos que tuvo como consecuencia una clara vulneración del derecho de defensa y presunción de inocencia de esa persona.
Ya sólo por haber vulnerado la Fiscalía el derecho que la pareja de Isabel Díaz Ayuso tiene a una tutela judicial efectiva, contribuyendo activamente a ganar un relato político favorable a los intereses del Gobierno, debería ser García Ortiz merecedor de una sanción penal. Y eso es lo que dirimirán los magistrados del Supremo que lo juzgan.
Pero sea condenado o no por revelar un secreto, incompatible con el deber de confidencialidad exigible a fiscales y abogados en la negociación sobre un acuerdo de conformidad, lo que está acreditado y ahora confirmado durante el juicio es que García Ortiz participó en una estrategia política impulsada desde Moncloa para atacar a Isabel Díaz Ayuso, utilizando la deuda con Hacienda de su pareja. Sólo por esto, el fiscal general del Estado debería haber dimitido hace tiempo y no tener el cuajo de parapetarse tras la institución que dirige y comparecer en el Supremo, revestido con toga y puñetas, aparentando formar parte del tribunal juzgador junto al fiscal y no como el acusado.
La prueba que podría determinar la autoría de García Ortiz como filtrador del correo, la ‘pistola humeante’, no aparecerá porque ya se han encargado quienes le defienden en el juicio, como la exdirectora de Moncloa, Sánchez Acera, de exculparlo y señalar a un periodista. Este le habría enviado el documento pero debido a una amnesia severa no recordaba ni su nombre ni el del medio en el que trabajaba; cosa que debió sonarle a burla a los magistrados del tribunal.
Un testimonio tan inconsistente e inverosímil como el de los periodistas que declararon que tenían el correo de la discordia desde hacía días y que no se lo facilitó García Ortiz. Sin embargo, no han sido capaces de demostrarlo y aportarlo como prueba a su favor, quizás porque nunca lo tuvieron antes de ser filtrado desde la Fiscalía.
En ese sentido resulta sorprendente el supuesto dilema moral argumentado por uno de los colegas al asegurar en la sala que conocía la identidad del filtrador y que no era el fiscal general del Estado, pero no podía decirlo para no revelar su fuente y vulnerar el secreto profesional. O sea que este colega nos quiere hacer creer que entre traicionar a su supuesta fuente o impedir que un inocente sea condenado, prefiere una injusta sentencia condenatoria de cárcel. Supongo más bien que el dilema moral de este periodista se debatía entre decir la verdad y eso suponía no poder salvar al soldado de Sánchez o inventarse esa milonga ético-profesional. Porque, si no mintió, me pregunto sobre los principios y escrúpulos de alguien que se escuda en el secreto profesional para no librar a un inocente de una condena injusta.
En mi escala de valores, desde luego, la inocencia de una persona que puede ser injustamente sentenciada primará siempre, muy por encima de cualquier código profesional. Por todo ello me barrunto que las declaraciones sin pruebas, que no pueden ser demostradas, de mis colegas han tenido para el tribunal la misma relevancia que el supuesto dilema moral impostado para echarle una mano al fiscal general del Estado. O sea ninguna. Don Alvarone lo tiene bastante crudo para librarse de ser condenado.