Ignacio Camacho-ABC

  • Juan Carlos no necesita perfilarse en la Historia. Su verdadero legado ya está escrito. Se llama Constitución Española

Los reyes no escriben memorias. No revelan secretos. No ajustan cuentas. No se excusan de sus errores. No critican. No cotillean. No se quejan del trato de los políticos ni despotrican de las nueras. Los reyes no ofrecen ‘su versión’ como esas ‘celebrities’ aficionadas a vender intimidades a la prensa. Los reyes no necesitan perfilarse ante la Historia para salir favorecidos en ella. Los reyes reinan, y si abdican se retiran a un segundo plano de presencia discreta y dejan que la posteridad se encargue de juzgar el conjunto de su tarea. Los reyes no son comentaristas de su propia biografía, por interesante que sea. Los reyes siempre valen más por lo que callan que por lo que revelan.

Con todo, por expectación periodística, por relevancia social o por simple curiosidad insana, el libro de Juan Carlos I merecerá ser leído cuando se publique en España. Y lo será sin duda, y eso es lo malo porque llega en un momento –tan comercial como inoportuno– en que la Corona atraviesa una situación delicada, en medio de una crisis de régimen que zarandea la estructura de las instituciones democráticas. El fundador de ese régimen no parece haber entendido que su papel en esta etapa, si es que tiene alguno, consiste en preservar la continuidad y la estabilidad del sistema que su hijo encarna. Y la decisión de sacar ahora un memorial autorreivindicativo no ayuda nada a esa causa. Más bien al contrario, rescata episodios que convendría pasar de página.

Claro que el relato es sugestivo. La relación con Don Juan y con Franco, la Transición, el 23-F, el matrimonio del Príncipe, el elefante, los dineros de Arabia que nunca debió aceptar, Corina y sus regalos. Una vida de exilio a exilio, como engarzada por un destino dramático. Pero Juan Carlos no es la Preysler, no es un personaje del colorín, ni uno de esos ‘tronistas’ de saldo, ni siquiera un dirigente de partido en el retiro o un antiguo presidente republicano, sino un ex jefe de Estado ética y estéticamente obligado a mantenerse lejos del morbo y del barro para que los valores intangibles de la monarquía constitucional queden a salvo.

Al impropiamente llamado Emérito le debemos el mayor y mejor periodo de libertad y de prosperidad de los últimos siglos. Y quienes lo hemos vivido en todo o en parte nunca le agradeceremos bastante lo que hizo para sacar al país de la dictadura y reconciliarlo consigo mismo en un ejemplar proceso pacífico. Apartarlo de su propia efeméride es una injusticia y un flagrante acto de sectarismo propio de un clima social y político envilecido por un Gobierno empeñado en un cambio de modelo subrepticio. Pero no es a él, a este Rey forzado a ceder la Corona por unas circunstancias personales vidriosas, a quien corresponde reivindicar su obra. Porque su mejor legado, el de verdadera trascendencia histórica, ya está escrito de otra forma. Se llama Constitución Española.