Rebeca Argudo-ABC
- Se puede proteger a la fuente aportando todas las pruebas que apoyen la afirmación que uno sostiene
Para que un dilema moral sea tal es imprescindible que la elección de una de las dos opciones implique, inevitablemente, el descarte de la otra. Si, por lo que sea, uno puede elegir las dos o ninguna, no hay dilema. Un ejemplo es el tipiquísimo supuesto por el cual uno debe elegir entre permitir que un tren continúe su recorrido, con la consecuencia del atropello mortal de diez personas, o interrumpirlo, evitando esas muertes, empujando a un señor a la vía que moriría en su lugar. ¿Qué elegiría usted? Mi favorito es el endiablado que plantea el Duende Verde a Spiderman: salvar a la mujer que ama o a un montón de niños inocentes. Spiderman, como es un superhéroe, lo soluciona salvando a todos, pero como los periodistas no somos superhéroes (excepción hecha de Clark Kent) resolvemos los dilemas morales como buenamente podemos. Afortunadamente, el de elegir entre proteger una fuente a costa de que un inocente pueda ser condenado no es tal. El motivo fundamental es que se puede proteger la identidad de la fuente al mismo tiempo que se aportan las pruebas que demostrarían lo afirmado. Me refiero, claro, a la ocurrencia del periodista de un medio digital que declaraba estos días en el juicio al fiscal general del Estado por las filtraciones del contenido de un correo electrónico entre el abogado de Alberto González Amador y el fiscal de su caso. El periodista en cuestión afirmaba saber que García Ortiz era inocente pero no podía decir quién había sido porque debía proteger a su fuente. El dilema moral al que alude para esgrimir ese pueril «yo lo sé pero no voy a decirlo», como si fuera un chiste de Gila, no es tal. Porque se puede proteger a la fuente aportando todas las pruebas que apoyen la afirmación que uno sostiene. Se me ocurre, así a bote pronto, acudir a un notario con el mail en cuestión y que certifique que ese mail es real, que se recibió en esa fecha y esa hora en un correo electrónico determinado, remitido desde otro concreto, que se ocultaría a continuación para no desvelar la identidad del remitente. Y, alehop, se aporta la necesaria información sin exponer los datos personales de alguien que pudiera resultar perjudicado. Lo que no puede hacer el periodista, ni este ni ninguno, es confundir (y tratar de que se confunda) el derecho a proteger a las fuentes con que el ejercicio de ese derecho actúe como certificado de veracidad de aquello que se afirme. Pretender que la palabra de un periodista que enarbola el mantra de la protección de su fuente es prueba irrefutable en sí mismo de la veracidad de sus afirmaciones es tan ridículo que ofende. Pero, eso sí, abriría un mundo de posibilidades para descongestionar los juzgados y que los periodistas nos ganásemos un sobresueldo: por un precio asequible, lleve uno como testigo que afirme contundentemente que sabe que usted, acusado de lo que sea, es inocente, pero que no puede decir más porque debe proteger a su fuente.