Manuel Marín-Vozpópuli
- El constituyente nunca previó que podría instalarse un poder omnímodo que paralizase una nación socavando el sistema político desde dentro
Nuestros padres de la Constitución nunca previeron que esta unidad de destino en lo universal que son Pedro Sánchez y Carles Puigdemont confluyesen en el mismo momento de la historia, en el mismo sitio, y con idéntico desprecio a la democracia liberal y a sus usos y costumbres. Nunca previeron que fuese inviable que quien no gana las elecciones pueda gobernar. Nunca previeron que sin opción de aprobar unos presupuestos generales del Estado un presidente se vea forzado a convocar nuevas elecciones. Y nunca previeron que ante una perspectiva de bloqueo legislativo total un Parlamento pueda seguir funcionando como si nada ocurriese… y para nada. Nunca previeron, en definitiva, una desmembración tal de nuestro ecosistema político ni, como alternativa, un remedio que permita, aunque sea solo por dignidad personal y respeto al contribuyente, que el Estado tuviese herramientas para resolver lo que no resuelven los partidos aliados para gobernar.
Sumamos, pues, un nuevo delito al catálogo putrefacto de conductas que van desentrañando ya los tribunales con la corrupción. El de esta suerte de apropiación indebida de la democracia, que jamás en nuestro periodo democrático se mostró tan indefensa, tan vulnerable y tan frágil. Ahora sabemos lo que nunca imaginamos, que no existe un método que permita evitar el bloqueo legislativo perpetuo. Y ese es un error de previsión. Veamos. Está regulada la moción de censura. Pero Junts no la impulsa ni la apoya. Ni siquiera de modo instrumental. Está la cuestión de confianza a la que puede someterse un presidente del Gobierno sin mayorías reales. Pero depende exclusivamente de que la proponga el propio presidente que cree poder seguir gobernando sin gobernar. Y está la convocatoria adelantada de elecciones generales, cuya convocatoria extraordinaria sólo depende, otra vez, del presidente.
Lo que falla es el sistema. No hay sistemas políticos perfectos, pero en su imperfección suele regir aquello de la lógica, el interés común, la capacidad de asumir que el ciclo se ha agotado sin remisión y la dignidad política. Si no puedo gobernar, convoco, y lo intento de nuevo con otras mayorías. En España hay reglas escritas y reglas no escritas. Una de ellas, la de gobernar sin ganar, ya la rompió Sánchez porque a fin de cuentas es legítima. Después ha ido rompiendo otras muchas tampoco escritas. Por ejemplo, con un rodillo invulnerable en el Tribunal Constitucional, el Consejo de Estado, la Fiscalía General, la Abogacía del Estado… Pero no hay ningún cauce que permita resolver un bloqueo si quienes tienen la capacidad para ello desdeñan la propia esencia de la democracia con su abuso del poder. Gobernar sin gobernar no es gobernar. Y Sánchez y Puigdemont se niegan a avalar esa premisa delirante que sitúa al Estado ante una impotencia y una incapacidad manifiestas. Quedan al margen los daños colaterales: aquellos que afectan presupuestariamente a la vida diaria del ciudadano, que ve cómo el Estado permite ejercicios de trilerismo obsceno con las mismas cuentas públicas desfasadas desde hace años.
¿Y bien? Nadie puede hacer nada de nada. Ni la Jefatura del Estado, ni la absurdamente socorrida Europa, ni las instituciones rehenes… Nadie tiene palancas ni instrumentos. El constituyente nunca previó que podría instalarse un poder omnímodo que paralizase de facto una nación y que pudiesen activarse mecanismos profundamente democráticos, sí, que lo impidiesen. El sistema, pese a sus indudables virtudes, es fallido. Se basa en un criterio buenista del poder que se ha demostrado fracasado y que abre un nuevo debate inédito en la etapa constitucional. El de cómo desvirtuar una legitimidad emanada del voto en las urnas, expresión de la soberanía nacional y representada en el Congreso de los Diputados, cuando ha llegado el momento de que esa legitimidad deje parapléjico al propio Estado que la consiente y acepta. Es un delirio laberíntico. Una ruptura de las reglas, escritas y no escritas, sin que nadie pueda rescatarlas a tiempo.
¿Es legítimo gobernar cuando se tiene una mayoría suficiente de investidura? Naturalmente. ¿Es legítimo seguir haciéndolo cuando esa mayoría se ha esfumado y el Estado permite seguir gobernando al que ya no gobierna pero ocupa el poder? Parece que sí. ¿Y es legítimo que, llegado ese supuesto, ni el presidente ni los mismos socios que anulan su capacidad real de gobernar, se nieguen a forzar una solución? Esa es una de las grandes taras de nuestra democracia, un fallo de fábrica, un error de cálculo. Como error de cálculo es también que el propio sistema no pueda defenderse cuando lo paralizan. ¿Es democrático? Sí como planteamiento puramente teórico. De hecho se está produciendo y no se percibe ninguna reacción social frente a la autodestrucción de ese sistema.
Pero no debería ser democrático como aplicación práctica porque no existe una palanca externa de garantía y seguridad jurídica que evite la parálisis total cuando un presidente se niega a entender que gobernar así ya no es gobernar. Un sistema como este, en el que imperan el tacticismo de una partitocracia muy deficiente o las ambiciones ególatras de un presidente sobre las soluciones efectivas, es un sistema incompleto e inútil que conviene revisar con urgencia. Lo que está en juego es el mismo núcleo de la democracia y la necesidad de autoprotegerse de la perversión consentida que la desnaturaliza. Nuestra democracia padece una enfermedad autoinmune que no puede ser combatida por su propio cuerpo porque carece de tratamiento.
Si la mayoría legítima obtenida en una investidura se pierde por el camino de una legislatura (investidura y legislatura no son sinónimos), la continuidad de esa legislatura es una anomalía -legal, sí- que no sólo no fortalece a quien se resiste a abandonar el poder, sino que fragiliza al propio sistema. Por eso, la única conclusión posible de este artefacto incendiario contra la estructura moral de una democracia sólida es que PSOE y Junts (y el PNV, y Bildu, y ERC…) se encuentran cómodos, demasiado cómodos, en la degradación del modelo democrático y en la obsesión por el poder (¿dónde ir si no?). Cómodos, en definitiva, con la agresión a una arquitectura constitucional carente de soluciones útiles porque quienes la diseñaron jamás atisbaron ni la llegada del problema ni la magnitud de sus consecuencias. Al final conseguirán que creamos que la autocracia es legítima también.