Amaia Fano-El Correo
Por mucho que el calendario avance, las sociedades que no son capaces de reconciliarse con su pasado se quedan atrapadas en el tiempo. Un espacio dominado por el resentimiento, la negación y el silencio, en el que la convivencia se convierte en mera coexistencia. Normalmente sucede cuando las heridas se cierran en falso y/o alguien se empeña en echarles sal. Ambas cosas por cálculo político.
El lehendakari Pradales alertaba esta semana de que las heridas de la violencia siguen abiertas en nuestra sociedad, procurando no dejarse sin nombrar a ningún colectivo de víctimas. «Las profundas huellas de la guerra, la dictadura, el terrorismo, la persecución y la tortura siguen vivas», dijo aludiéndolas una a una, antes de evidenciar que el riesgo de retroceso existe, porque una sociedad que no afronta las heridas de su pasado –que las entierra a toda prisa bajo la alfombra o las utiliza como arma arrojadiza contra el adversario– condena a sus generaciones futuras a heredar un conflicto que no vivieron ni les pertenece, pero que volverá a germinar, como la mala hierba, en forma de desconfianza intolerancia de nuevo cuño, como ya estamos viendo.
Si no queremos que eso suceda, hay que apostar por una reconciliación justa. Lo que exige mirar al pasado con sinceridad, reconocer el daño causado, repararlo en lo posible y apuntalar los cimientos de la memoria y la conciencia colectivas para que no vuelva a repetirse aquello que generó tanto dolor y tanto horror.
Es una tarea institucional y una responsabilidad cívica. Reconciliarse no significa equiparar culpas ni diluir responsabilidades. Significa reconocer la dignidad de todas las víctimas (evitando revictimizarlas ensalzando, amparando o justificando lo injustificable), aprender a escuchar lo que incomoda y aceptar que la convivencia no es la ausencia de conflicto, sino la gestión civilizada del desacuerdo. Cuando una sociedad renuncia a esa tarea, por negligencia o tacticismo político, el pasado envenena el presente. Los «ellos» y los «nosotros» reaparecen con otros nombres, pero con la misma lógica divisoria: la de excluir, la de señalar y la de levantar muros.
Ni avivar viejos rencores ni imponer la amnesia colectiva. Una sociedad madura no es aquella a la que se obliga a olvidar por decreto, sino la que no teme al pasado (lo estudia, lo asume, lo integra) y aprende a recordar sin odio. Pero cuando la memoria se vuelve selectiva y se instrumentaliza para competir, en lugar de para comprender, cada grupo construye su propio relato y lo defiende desde su trinchera. Con lo que la historia deja de ser un espacio compartido para convertirse en un campo de batalla simbólico.
De ahí la advertencia de Pradales en el Día de la Memoria. El riesgo de retroceso está en la polarización política y en la tentación de reescribir la historia para adaptarla a los intereses del presente. Solo cuando las heridas del pasado se cierran con verdad, justicia y propósito de enmienda –no con silencio ni con impunidad– se puede hablar con legitimidad de construir un futuro compartido.