Editorial-El Español

Dado que no se ha encontrado una prueba de cargo directa que permita concluir que Álvaro García Ortiz filtrase los datos tributarios incriminadores del novio de Isabel Díaz Ayuso, existen argumentos tanto para reputar al fiscal general del Estado inocente como para considerarle culpable del delito de revelación de secretos del que se le acusa.

Pero lo que sí está claro, máxime tras su declaración de este miércoles en el Tribunal Supremo, es que García Ortiz, al hacer alarde de una mentalidad de combate, y de la —acaso fundada— paranoia de sentirse agredido por la maquinaria política de Ayuso, se está autoincriminado de alguna manera.

El fiscal general se ha negado a responder a la acusación particular, alegando que el querellante, Alberto González Amador, «lejos de contribuir a descubrir la verdad, ha reconducido el proceso de manera poco leal».

Es cierto que García Ortiz tenía derecho a no contestar a las acusaciones. Pero también a no dimitir pese a estar investigado, y ello no significa que tal decisión esté exenta de reproche.

Porque el fiscal se ha escudado en un alegato de naturaleza manifiestamente política. Ha argumentado que el querellante entregó el correo del abogado de González Amador «a una persona ajena al proceso [Miguel Ángel Rodríguez] para que le dé un uso diferente para el que está concebido, un uso político».

Resulta inaudito que —a la manera de los procesados por delitos cometidos en el ejercicio de funciones relacionadas con la política— García Ortiz se niegue a responder a las acusaciones so pretexto de sufrir una persecución política.

Conviene reparar en lo perturbador que resulta que el mismísimo representante del Ministerio Fiscal esté creando un precedente jurídico tan perverso, invitando a que ningún acusado conteste a las preguntas de las acusaciones. Lo cual implica privar al juicio oral del principio de contradicción, que es uno de sus elementos sustanciales.

¿Acaso no advierte García Ortiz que, con su narrativa sobre la supuesta mala fe que subyace al procedimiento, está deslegitimando no sólo la querella que dio origen al caso, sino a todos los magistrados que han intervenido en un proceso dotado de todas las garantías?

Con este proceder, el fiscal queda inevitablemente retratado como —al menos— un peón que se prestó a una batalla política. Porque la imagen de beligerancia que proyecta transmite que ha utilizado la institución de la Fiscalía para contraatacar a un actor político.

Por mucho que pueda estimarse torticera la operación puesta en marcha por Rodríguez, y aun cuando hubiera incurrido en una ilegalidad —lo cual no está demostrado—, tampoco quedaría justificado combatir una presunta ilegalidad con otra.

Más aún cuando no cabe olvidar que el delito del que se le acusa —uno de los peores que puede cometer un servidor público, para más inri— se enmarca en el contexto de un lance partidista para perjudicar a un rival político, mediante un uso espurio de los recursos del Estado.

También corrobora esta imagen de politización su razonamiento sobre «su obsesión» en pedir los correos entre el abogado de González Amador y la Fiscalía a fin de hacer una nota de prensa. Sostiene que se trataba meramente de «proteger a los fiscales»de los «bulos» difundidos por Rodríguez.

Tal «obsesión» coincide sospechosamente con ese «frenético intercambio de comunicaciones» para conseguir «ganar el relato», subrayado por el magistrado instructor en su auto del pasado junio. Un término este, el de «relato», también más propio del ámbito político que del jurídico.

Pareciera como si el subconsciente de García Ortiz estuviera delatándole. Y aunque esto no baste para condenarle, sí atestigua su parcialidad política.

Un fiscal sobre el que, desde su mismo nombramiento «inidóneo», ya pesaba una sospecha de complicidad con el Gobierno se habría afanado por demostrar su imparcialidad a toda costa. Y para ello se habría mostrado como un acusado más.

En cambio, García Ortiz no sólo ha presentado el caso como una conspiración contra él. Ha llegado hasta la fase oral en posesión de su cargo de fiscal general del Estado, desoyendo a muchos de sus colegas que le exhortaron a dimitir para salvaguardar la reputación de la institución.

Y durante el juicio se ha acogido a todos los privilegios que le garantiza su cargo, para escenificar un desafío reticente a colaborar con la Sala Penal. Únicamente se ha bajado del estrado y se ha despojado de la toga de fiscal cuando le ha tocado sentarse en el banquillo de los acusados.

Con esta actitud irreverente, sólo se evidencia que el fiscal general ha formado parte de la guerra sucia del Sánchez contra Ayuso. Al erigirse en acusador de quien le acusa, García Ortiz se alinea con el discurso del Gobierno, que no ha dejado de sembrar dudas sobre la limpieza del proceso.

Pero aún más grave que el jefe del Ejecutivo pretenda dictarle la sentencia al Tribunal Supremo es que el jefe del Ministerio Público niegue la legitimidad del procedimiento invocando razones políticas. Porque supone que son los propios miembros de la magistratura los que contribuyen a erosionar su credibilidad.

Por eso, aunque García Ortiz salga absuelto, el desprestigio de la Fiscalía General del Estado será ya irreparable, después de haber aparecido como un actor más de entre los inmersos en la refriega partidista.

Y es que todos los elementos de este anómalo caso —que el superior de los acusadores sea acusado, que el garante de la legalidad sea un presunto delincuente, que los fiscales hayan trocado en defensores y en testigos— entrañan una subversión institucional que trastoca y desvirtúa gravemente la configuración misma del sistema de justicia español.