Ignacio Camacho-ABC

  • El desparpajo con que Sánchez verbaliza realidades alternativas es una mezcla de cinismo y autoestima narcisista

Ahora es también «el Gobierno más parlamentario de la historia». El que recibió un varapalo del Tribunal Constitucional por congelar la actividad del Congreso aprovechando el estado de alarma del confinamiento. El que presenta leyes a través del partido para evitar que el Consejo de Estado o el del Poder Judicial dictaminen los proyectos. El que ha batido el récord nacional, y quizás europeo, de decretos. El que está a punto de cumplir una legislatura completa sin presentar a las Cortes los Presupuestos, y cuyo presidente se muestra decidido a agotar el mandato aunque el poder legislativo le mantenga el bloqueo. El que ha convertido las sesiones de control al Ejecutivo en debates de control a las autonomías gobernadas por la oposición. El que convocó el último pleno sobre el estado de la nación hace un trienio. El que ordena a la presidenta de la Cámara, convertida de facto en una ministra más, que abrevie los turnos de palabra de los diputados molestos.

Ya no es que Sánchez mienta sin reparos, a eso estamos acostumbrados y si alguna vez no lo hiciera sería motivo de sobresalto, de sospecha de algún síndrome psicológico capaz de provocarle arrebatos de sinceridad inesperados. No en vano tiene como director de su laboratorio estratégico a un experto académico en la ‘ética del engaño’. Es que verbaliza realidades alternativas con asombroso desparpajo, con una desfachatez tal que un observador recién llegado podría colegir que llega a creerse su propio relato. Y lo hace porque sabe que hay alrededor de seis millones de ciudadanos dispuestos no a creerle, porque eso es imposible, sino a mantenerle su respaldo, a aceptar cualquier cosa que sirva para cerrar el paso a los adversarios. Ese objetivo le autoriza a perfilarse a sí mismo como un gobernante ejemplar, último adalid planetario de la conservación de los mecanismos democráticos, y a admirar complacido los ricos matices de su autorretrato.

De ahí esa obsesión por las marcas históricas, por dejar huella, un rasgo de incontrolable narcisismo. Por las primeras veces, que desde luego son reales pero en casi todos los casos de pocos motivos para ufanarse de lo conseguido. Qué más da; quién va a prestar atención a esos detalles que airean los pseudomedios periodísticos empeñados en echar por tierra los logros más relevantes del líder más progresista, más feminista, más transparente y más honesto que han visto los siglos. El mago de la estrategia, el paladín de la resistencia, el bastión europeo contra la ultraderecha, el campeón del parlamentarismo. Algún día la posteridad reconocerá la importancia de los hitos que está dejando, ante la incomprensión ajena, en el paisaje político de una nación –qué digo: de un continente– en serio de peligro de caer en las garras del populismo. La Historia, con mayúscula, lo pondrá en su sitio frente a la intransigencia sectaria de un pueblo desagradecido.