Gabriel Albiac-El Debate
  • Solo el presidio nos liberará de esta sórdida subespecie delictiva que viene repartiéndose el poder sin más criterio que el del propio beneficio

Una desolación puede enmascarar otra. Con frecuencia, de gravedad mayor. Vivir desde hace ya siete años bajo el arbitrio de un apaño entre gánsteres, induce en nuestras imaginaciones la certeza de que nada peor sea posible. Pero lo es. Y más nos vale que esta vez no nos tome, como tantas otras veces, por sorpresa. Salir de lo pésimo no es garantía de no entrar en un recodo más oscuro aún del laberinto. Tal es la virtud de lo político: que no hay en su oficio maldad que no pueda ser superada. Que no lo sea. Es una determinación inexorable.

Pedro Sánchez, acosado por delitos que afectan a su familia y a sus más inmediatos colaboradores, vive en la desazón de salir de la Moncloa para entrar en Alcalá Meco. Nadie de su talante se aviene a una trayectoria así sin dar batalla. Sabe —como sabemos todos— que esa guerra ha de librarla sobre dos frentes.

Primero. Aniquilación completa del poder judicial. Es una batalla en curso desde que Felipe González impuso aquella Ley Orgánica 6/1985 que le permitía controlar la instancia clave del gobierno interno de los jueces, nombrando a los miembros del Consejo General del Poder Judicial conforme a cuotas de filia política. Fue un golpe terrible contra la división de poderes, frente al cual los jueces españoles llevan dando heroica batalla desde entonces. La operación derribo va a completarse ahora con el proyecto sanchista de una nueva ley que arrebate a los jueces la instrucción penal, para ponerla en manos de una fiscalía que actúa a las órdenes del Fiscal General, sobre el cual «¿quién manda? Pues ya está». El espectáculo dado en un reciente juicio en el que, a la manera de Groucho Marx, acusado y acusador, eran el mismo, no deja lugar a fantasías. Al menos, en «Sopa de Ganso», la cosa tiene un montón de gracia. En labios de García Ortiz y sus subordinados, mueve al llanto.

Segundo. Alargamiento de la legislatura, haya lo que haya que pagar a Puigdemont a cambio. La presidencia es un blindaje casi invulnerable para los jueces. Pero Sánchez no ignora lo que sucedió en su día con Jacques Chirac. Lo que acaba de sucederle a Nicolas Sarkozy. Perdido el blindaje, hasta esa figura de monarca republicano que es la de un presidente francés, decae en la vulnerabilidad de cualquier ciudadano. Y las acusaciones que podrían venírsele encima a Pedro Sánchez son de una entidad muy distinta a las que arruinaron las vidas de sus dos colegas franceses. Si su horizonte desemboca sobre una condena sin indulto —al menos, eso ha prometido Núñez Feijóo, ya veremos luego—, mejor que eso suceda lo más tarde posible. Un plazo largo le permitirá además reformar retroactivamente las leyes, a la medida de los presuntos delitos que lo sobrevuelan. Y que sobrevuelan a su esposa, a su hermano, a sus ministros y exministros. Si pudo ya alterar la ley para salvar a los autores de un golpe de Estado con condena firme, imponer ahora una legalidad que lo proclame, espejo claro de todas las virtudes parece un juego de niños. Lo hará. Para ello necesita tiempo. Y Puigdemont lo sabe.

Confieso que, sin embargo, a mí me alarma más otra cosa. En la cual se cifra el callejón sin salida de la España presente. ¿Qué sucedería si, por un milagro, el autista de la Moncloa cayese, antes de haber logrado cerrar del todo su blindaje? ¿Y si otro —más bien, otros— hubiera de poner remedio a la devastación en la que ha despeñado todo? Los sondeos son testarudos. Más allá de matices, el voto sigue en España distribuyéndose a la manera de 1934. El anacronismo es suicida. Pero es. Y nada lleva a fantasear que vaya a modificarse. En las condiciones que impone el control mediático absoluto del gobierno, romper tal atavismo es poco verosímil. Con una ley electoral y un reparto de circunscripciones que prima inmoralmente el voto catalán y el vasco, la composición del próximo parlamento diferirá muy poco de la de este de ahora. Y, si el PP y Vox siguen jugando a las mismas cursilerías de estos tres últimos años, se despeñarán. En un plazo más bien breve. Y, en tal vacío, ¿quién va a esgrimir la «resiliente» panoplia del regreso?

La tragedia hoy es que no hay salida política para España. La puede haber, con mucha suerte, judicial. Solo el presidio nos liberará de esta sórdida subespecie delictiva que viene repartiéndose el poder sin más criterio que el del propio beneficio. Con esa plaga de parásitos en la cárcel —y solo de ese modo—, podría este pobre país dotarse de una Constitución seria. Partir de cero es duro. Cierto. Pero no hay ya más que esa alternativa. O el naufragio.